Sobre hábitos y complicaciones
En el capítulo XVIII de Herejes, Chesterton afirma que se puede dividir a las personas en ritualistas conscientes y ritualistas inconscientes. Yo soy de los conscientes. Siempre me ha gustado realizar pequeños actos que de alguna manera le confirieran cierta apariencia de estabilidad a mi vida. Cosas que pudiera repetir regularmente y en las que, sin importar cómo me fuera a cada momento, pudiera encontrar placer. Una de las consecuencias de emigrar es que no todos esos rituales pueden marcharse con uno. Así, por ejemplo, he tenido que suspender mi habitual almuerzo de los domingos con mi padre —supongo que más de una ex sentiría cierta satisfacción si leyera esto. No es que haya dejado de comer comida italiana ese día, como solíamos hacer allá, pero me he tenido que acostumbrar a prescindir de su conversación. Claro que no todos esos rituales eran igual de idílicos; algunos, de hecho, traicionaban cierto retorcimiento.
Un episodio hace unos días me hizo rememorar uno de ellos: mi costumbre de ir al menos una vez al año a escuchar a la Sinfónica Nacional sólo para convencerme de que no me perdía nada si no me decidía a volver en los próximos doce meses. Y nunca me decepcionaron. Los dos últimos conciertos a los que fui mantuvieron la tónica habitual. El plato fuerte del primero era Petrushka, de Igor Stravinsky, y la sección de viento metal —especialmente el trompeta— se encargó de echar la obra por tierra. El segundo, incluía algo de Schumann —¿o era Schubert?—, el concierto en sol mayor —si no me falla la memoria, podría haber sido el concierto en re mayor, ha pasado tiempo— para flauta y orquesta de Mozart, donde las trompas consiguieron sonar fatal —lo que no está desprovisto de mérito—, y cerró con un popurrí de las suites del ballet Romeo y Julieta de Sergey Prokofiev, donde el trompetista se las arregló una vez más para abusar de la paciencia del público.
Recordé esas tardenoches memorables de la Sinfónica gracias un concierto gratuito al que me invitaron a ir hace unos días, ofrecido por estudiantes de un conservatorio superior de música de acá. Aunque he aprendido a respetar los conciertos gratuitos —los que se hacen en las iglesias del centro de Londres al mediodía suelen ser por lo general muy buenos—, no pude evitar sentir cierta aprensión en relación con éste, lo que en parte podría explicarse por el hecho de que ignoraba el programa y temía que pudieran dedicárselo exclusivamente a compositores románticos. Afortunadamente no fue así.
Si tuviera que resumir el espectáculo en una sola oración, diría que tuvo el mérito de la brevedad. Abrieron con un trío para flauta, violín y cello de un compositor holandés contemporáneo de Haydn llamado Joseph Schmitt, de quien no recuerdo tener nada en mi colección de música, pero podría equivocarme. En cualquier caso, no sé si se debió a la interpretación titubeante o una mala elección a la hora de seleccionar la obra, pero la experiencia fue soporífera. Y es que no todo el mundo es Bach, que suena bien incluso cuando la ejecución es pobre.
A continuación interpretaron cinco piezas en trío —esta vez para oboe, clarinete y fagot— de Jacques Ibert, un compositor francés del siglo XX que reconozco haber escuchado poco, y ese poco lo he encontrado ingenioso, divertido, interesante —sobre todo en las obras para saxofón—, pero no necesariamente imprescindible, lo que explica que no me haya esforzado mucho en conseguir otras obras suyas; igual me estoy perdiendo algo. El que sí me dejó pensando fue el chico del fagot. Quiero decir, ¿exactamente cómo se decide uno a tocar ese instrumento? La verdad, posee un timbre atractivo, pero parece incómodo y tiene un cierto aire de comicidad —la foto de Wikipedia no le hace justicia— que me impide imaginármelo como la primera elección de un niño. No estoy seguro, pero no puedo quitarme la impresión de que tocar el fagot podría ser algo similar a resignarse al destino de árbitro o portero, profesiones que rara vez nacen de la vocación.
Le siguió el divertimento número 1 en re mayor de Mozart en su versión para cuarteto de cuerda, una obra de juventud —tenía 16 años cuando la escribió— que no quedaría mal en el catálogo de las obras de madurez de otros compositores. Aunque sin dudas lejos del genio que demostraría en las composiciones de sus últimos años, esta obrita, que emplea el estilo galante de la época y acaso traiciona cierta influencia italiana producto de su primera visita a ese país, ya delata el savoir-faire y la ligereza que en general caracterizarían su producción posterior. Lo único a lamentar fue que el primer violín, un chico de tercero de acuerdo al programa, tal vez queriendo enfatizar la cantidad de años que llevaba ya en esa escuela, se equivocó perceptiblemente en tres ocasiones durante el primer movimiento. Que además acompañara cada fallo con un gesto a medias de nerviosismo y a medias de impotencia sólo ayudó a que el asunto resultara aún más incómodo. Supongo que debería agradecer el que no se pusiera de pie y diera pataditas en el suelo; sólo eso le faltó.
La mejor ejecución de la noche fue la de una obra de Schubert, los dos primeros movimientos del cuarteto número 14 en re menor, en la que las ejecutantes demostraron seguridad y pasión. Habría sido perfecto si me gustaran los románticos, pero por una cuestión de preferencias personales no me atrae mucho la música de este período, que suelo encontrar demasiado emocional para mi gusto, aunque en Cuba este repertorio era particularmente privilegiado por los intérpretes, en parte porque su pathos apela a algunos de elementos de la idiosincracia nacional y en parte porque suele brindar muchas oportunidades de lucimiento para los ejecutantes: sentimentalidad y alarde, ¿qué hay mejor para un cubano? En mi caso, el asunto empeora porque siempre me ha costado distinguir a Schubert de Schumann habida cuenta que en general los escucho poco, tienen apellidos más o menos parecidos, ambos privilegiaron la canción como el vehículo ideal para expresar su poética y los dos murieron de sífilis. Mi desinterés, sumado a esas coincidencias, se las arregla entonces para pasar por alto las diferencias —notables— entre las obras de ambos y el hecho de que Schumann naciera un año antes de la muerte de Schubert, lo que dificulta bastante el que uno pueda considerarlos contemporáneos; aún así, yo me las arreglo para confundirlos cada vez que me dan oportunidad.
La noche terminó con el primer y el tercer movimiento del cuarteto número 1 en re menor de Juan Crisóstomo Arriaga. Nacido en Bilbao, Arriaga cayó en el olvido tras su muerte y sólo empezó a ser rescatado a finales del XIX. Este paréntesis en la atención del público y la crítica se debió en parte al hecho de que no dejó una obra numerosa, consecuencia de su temprana muerte diez días antes de cumplir los veinte años. Esta circunstancia explica también por qué aún hoy continúa siendo bastante poco conocido, a pesar de la calidad de sus composiciones. El cuarteto número 1 es probablemente el mejor de los tres que escribió y resultó interesante escucharlo, a pesar de que la interpretación en sí no fue gran cosa.
Aunque la parte "cultural" de esa noche difícilmente la podría clasificar de agradable, al menos me sirvió para confirmar que, a falta de mejores ofertas, lo más razonable será que en el futuro me limite a conciertos de pago. A fin de cuentas, oportunidades no faltan, y recién a principios de febrero estuvieron por acá Les Talens Lyriques, dirigidos por Christophe Rousset, con un programa dedicado a Bach y a dos de sus hijos.
Lógicamente, uno no suele ir a estos conciertos de estudiantes sólo por amor al arte. En mi caso, tenía una buena razón y mentiría si dijera que la noche no mejoró notablemente más tarde. O como anunciara W. Bush desde su portaviones: Mission accomplished, y en mi caso con mucha más clase que la chapuza de los americanos en Irak. Sin embargo, no puedo evitar preguntarme si no habría conseguido lo mismo sin necesidad de tener que pasar por ese trance. La verdad, no sé si es masoquismo o que a veces, ante la inminencia del hecho, uno acepta propuestas que en circunstancias diferentes habría rehusado o, al menos, tratado de negociar. Pero tampoco me quejo; en otras ocasiones me ha ido peor, que a fin de cuentas esto no fue más terrible que la vez que tuve que ver Moulin Rouge —por mencionar un ejemplo—, aunque, siendo justos, entonces la compensación posterior estuvo más que acorde con el sufrimiento.
Un episodio hace unos días me hizo rememorar uno de ellos: mi costumbre de ir al menos una vez al año a escuchar a la Sinfónica Nacional sólo para convencerme de que no me perdía nada si no me decidía a volver en los próximos doce meses. Y nunca me decepcionaron. Los dos últimos conciertos a los que fui mantuvieron la tónica habitual. El plato fuerte del primero era Petrushka, de Igor Stravinsky, y la sección de viento metal —especialmente el trompeta— se encargó de echar la obra por tierra. El segundo, incluía algo de Schumann —¿o era Schubert?—, el concierto en sol mayor —si no me falla la memoria, podría haber sido el concierto en re mayor, ha pasado tiempo— para flauta y orquesta de Mozart, donde las trompas consiguieron sonar fatal —lo que no está desprovisto de mérito—, y cerró con un popurrí de las suites del ballet Romeo y Julieta de Sergey Prokofiev, donde el trompetista se las arregló una vez más para abusar de la paciencia del público.
Recordé esas tardenoches memorables de la Sinfónica gracias un concierto gratuito al que me invitaron a ir hace unos días, ofrecido por estudiantes de un conservatorio superior de música de acá. Aunque he aprendido a respetar los conciertos gratuitos —los que se hacen en las iglesias del centro de Londres al mediodía suelen ser por lo general muy buenos—, no pude evitar sentir cierta aprensión en relación con éste, lo que en parte podría explicarse por el hecho de que ignoraba el programa y temía que pudieran dedicárselo exclusivamente a compositores románticos. Afortunadamente no fue así.
Si tuviera que resumir el espectáculo en una sola oración, diría que tuvo el mérito de la brevedad. Abrieron con un trío para flauta, violín y cello de un compositor holandés contemporáneo de Haydn llamado Joseph Schmitt, de quien no recuerdo tener nada en mi colección de música, pero podría equivocarme. En cualquier caso, no sé si se debió a la interpretación titubeante o una mala elección a la hora de seleccionar la obra, pero la experiencia fue soporífera. Y es que no todo el mundo es Bach, que suena bien incluso cuando la ejecución es pobre.
A continuación interpretaron cinco piezas en trío —esta vez para oboe, clarinete y fagot— de Jacques Ibert, un compositor francés del siglo XX que reconozco haber escuchado poco, y ese poco lo he encontrado ingenioso, divertido, interesante —sobre todo en las obras para saxofón—, pero no necesariamente imprescindible, lo que explica que no me haya esforzado mucho en conseguir otras obras suyas; igual me estoy perdiendo algo. El que sí me dejó pensando fue el chico del fagot. Quiero decir, ¿exactamente cómo se decide uno a tocar ese instrumento? La verdad, posee un timbre atractivo, pero parece incómodo y tiene un cierto aire de comicidad —la foto de Wikipedia no le hace justicia— que me impide imaginármelo como la primera elección de un niño. No estoy seguro, pero no puedo quitarme la impresión de que tocar el fagot podría ser algo similar a resignarse al destino de árbitro o portero, profesiones que rara vez nacen de la vocación.
Le siguió el divertimento número 1 en re mayor de Mozart en su versión para cuarteto de cuerda, una obra de juventud —tenía 16 años cuando la escribió— que no quedaría mal en el catálogo de las obras de madurez de otros compositores. Aunque sin dudas lejos del genio que demostraría en las composiciones de sus últimos años, esta obrita, que emplea el estilo galante de la época y acaso traiciona cierta influencia italiana producto de su primera visita a ese país, ya delata el savoir-faire y la ligereza que en general caracterizarían su producción posterior. Lo único a lamentar fue que el primer violín, un chico de tercero de acuerdo al programa, tal vez queriendo enfatizar la cantidad de años que llevaba ya en esa escuela, se equivocó perceptiblemente en tres ocasiones durante el primer movimiento. Que además acompañara cada fallo con un gesto a medias de nerviosismo y a medias de impotencia sólo ayudó a que el asunto resultara aún más incómodo. Supongo que debería agradecer el que no se pusiera de pie y diera pataditas en el suelo; sólo eso le faltó.
La mejor ejecución de la noche fue la de una obra de Schubert, los dos primeros movimientos del cuarteto número 14 en re menor, en la que las ejecutantes demostraron seguridad y pasión. Habría sido perfecto si me gustaran los románticos, pero por una cuestión de preferencias personales no me atrae mucho la música de este período, que suelo encontrar demasiado emocional para mi gusto, aunque en Cuba este repertorio era particularmente privilegiado por los intérpretes, en parte porque su pathos apela a algunos de elementos de la idiosincracia nacional y en parte porque suele brindar muchas oportunidades de lucimiento para los ejecutantes: sentimentalidad y alarde, ¿qué hay mejor para un cubano? En mi caso, el asunto empeora porque siempre me ha costado distinguir a Schubert de Schumann habida cuenta que en general los escucho poco, tienen apellidos más o menos parecidos, ambos privilegiaron la canción como el vehículo ideal para expresar su poética y los dos murieron de sífilis. Mi desinterés, sumado a esas coincidencias, se las arregla entonces para pasar por alto las diferencias —notables— entre las obras de ambos y el hecho de que Schumann naciera un año antes de la muerte de Schubert, lo que dificulta bastante el que uno pueda considerarlos contemporáneos; aún así, yo me las arreglo para confundirlos cada vez que me dan oportunidad.
La noche terminó con el primer y el tercer movimiento del cuarteto número 1 en re menor de Juan Crisóstomo Arriaga. Nacido en Bilbao, Arriaga cayó en el olvido tras su muerte y sólo empezó a ser rescatado a finales del XIX. Este paréntesis en la atención del público y la crítica se debió en parte al hecho de que no dejó una obra numerosa, consecuencia de su temprana muerte diez días antes de cumplir los veinte años. Esta circunstancia explica también por qué aún hoy continúa siendo bastante poco conocido, a pesar de la calidad de sus composiciones. El cuarteto número 1 es probablemente el mejor de los tres que escribió y resultó interesante escucharlo, a pesar de que la interpretación en sí no fue gran cosa.
Aunque la parte "cultural" de esa noche difícilmente la podría clasificar de agradable, al menos me sirvió para confirmar que, a falta de mejores ofertas, lo más razonable será que en el futuro me limite a conciertos de pago. A fin de cuentas, oportunidades no faltan, y recién a principios de febrero estuvieron por acá Les Talens Lyriques, dirigidos por Christophe Rousset, con un programa dedicado a Bach y a dos de sus hijos.
Lógicamente, uno no suele ir a estos conciertos de estudiantes sólo por amor al arte. En mi caso, tenía una buena razón y mentiría si dijera que la noche no mejoró notablemente más tarde. O como anunciara W. Bush desde su portaviones: Mission accomplished, y en mi caso con mucha más clase que la chapuza de los americanos en Irak. Sin embargo, no puedo evitar preguntarme si no habría conseguido lo mismo sin necesidad de tener que pasar por ese trance. La verdad, no sé si es masoquismo o que a veces, ante la inminencia del hecho, uno acepta propuestas que en circunstancias diferentes habría rehusado o, al menos, tratado de negociar. Pero tampoco me quejo; en otras ocasiones me ha ido peor, que a fin de cuentas esto no fue más terrible que la vez que tuve que ver Moulin Rouge —por mencionar un ejemplo—, aunque, siendo justos, entonces la compensación posterior estuvo más que acorde con el sufrimiento.
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