Me he dedicado en estos días, con calma, a realizar una “limpieza primaveral” (los lectores de Peter Pan y Wendy recordarán de qué hablo) de mi cuenta en Yahoo. Es cierto que con un gigabyte ya no es necesario hacer eso, pero no sé, me disgusta que mi correo ocupe más del diez por ciento del espacio disponible en el buzón.
Lo bueno de estas limpiezas es que te obligan a rever cosas que tenías olvidadas para poder decidir qué hacer con ellas. Y así, entre otras, tropecé con el discurso que pronunció Felipe Pérez Roque —el Ministro de Exteriores cubano, por si alguien no lo conoce— el 23 de diciembre de 2005 en la Asamblea Nacional en el que hablaba del futuro de una Cuba post-Castro, y que mi padre me había enviado en su momento. Lógicamente, he vuelto a releerlo, y aunque pasados cinco meses es difícil evaluar en qué ha quedado el asunto, no están desprovistas de interés sus palabras, por más que en lo personal sospeche que todo aquello quedó en nada.
Como la política interna cubana es sumamente opaca, no especularé sobre qué pudo motivar esa intervención y qué consecuencias podría tener para el futuro de la Isla. Ya advertían los chinos, no sin ironía, que es difícil predecir, sobre todo en relación con el futuro. Tampoco me interesa cuestionar las cifras que ofrece el Canciller, ya sean sobre la economía nacional o los logros sociales de la Revolución cubana. Incluso pasaré por alto las dudas que me despierta su sintaxis. Mi propósito es más modesto, y si tienen paciencia, porque esto me temo que esto me quedará un poco largo, trataré de explicar qué me ha llevado a regresar a este tema y así haré buena mi advertencia de que ocasionalmente hablaría sobre la política cubana.
Cerca del final de su intervención, el Canciller sugirió con humildad cuál debería ser el próximo objetivo del gobierno, logradas ya la invulnerabilidad militar y la económica:
“Debemos luchar también —creo yo, modestamente— por conservar la invulnerabilidad ideológica y política, que no es ahora un problema, ahora la tenemos, porque ahora tenemos a la generación que hizo la Revolución, tenemos a Fidel y a Raúl.”
Ése es entonces el próximo objetivo que, de cumplirse, ayudaría a eternizar una Revolución sólo realmente amenazada, según señaló Fidel Castro, desde dentro.
La enunciación de tal objetivo es reciente, pero la lucha por conseguirlo empezó hace unos años, propiciada por lo sucedido con Elián González. A partir de ese acontecimiento se han producido una cadena de sucesos, que llegan hasta las medidas más recientes tomadas por el gobierno en el plano económico, en la que se puede intuir una pauta. Visto desde la actualidad, parece evidente que se ha estado intentando desde entonces recuperar espacios que en el terreno ideológico se cedieron, o fueron apareciendo, durante los 90 como complemento de las medidas económicas introducidas durante esa década para evitar la catástrofe total tras la desaparición del socialismo en los países de Europa del este. En el 2000, tras conseguir cierta recuperación a nivel macroeconómico, al parecer se consideró que ya era tiempo no sólo de comenzar a restringir actividades económicas que se habían tolerado por necesidad, pero sin simpatía, sino de borrar también los espacios de ideas que habían aparecido y en los que, si bien no se le hacía necesariamente la oposición al gobierno, al menos se conseguía ignorársele. El objetivo, para el que se capitalizó con el impacto emocional del caso Elián, consistiría, mal y rápido, en tratar de retrotraer a la sociedad cubana a la década de los 80 y, de ser posible, imponer la realidad económica de esa década —que implica la vuelta a la dependencia del Estado como única fuente de ingresos y así borrar los nichos existentes de independencia económica— y la ideología de los 70, el momento menos tolerante de la Revolución cubana.
El objetivo principal de ese empeño lo dejó claro Pérez Roque: los jóvenes. Sobre todo, aquellos que tenían alrededor de 10 años en los 90 y los niños que crecieron durante esa década inmersos en la economía del dinero, que regresaba después de treinta años de ausencia, y los “vicios” de aquel momento. (Curiosamente el Canciller no menciona a quienes vivimos nuestra adolescencia, o parte de ella, en los 80; ignoro si lo hace porque nos considera inmunizados gracias nuestros recuerdos de esa década luminosa o porque nos supone unos “perestroikos” incorregibles; probablemente se olvidó de nosotros sin mala intención.)
Son los jóvenes, sin embargo, quienes podrían representar el mayor obstáculo para la feliz realización de esos planes. La visión del gobierno sobre ellos no está desprovista de contradicciones y varía sensiblemente de acuerdo al tono del discurso, ya sea triunfalista o aparentemente reflexivo. Con un afán conceptista que no habría disgustado a Quevedo, los considera a un tiempo ingenuos, desinformados, los receptores de la mejor educación del mundo, los poseedores de una formación política envidiable, leales más allá de toda duda y necesitados de reeducación ideológica, según indica la preocupación de Pérez Roque. Ellos son los que podrían hacer peligrar ese proyecto social y acaso —lo que es más preocupante— cualquier futuro proyecto político que se pretenda construir caso de que se produjera una transición hacia la democracia.
Hay razones para temer tal cosa. Tras 46 años de proceso revolucionario, tras ver a sus padres invertir sus vidas en sacarlo adelante, en muchos casos poniendo a un lado la vocación o los deseos personales, y recibir nada, o casi nada, a cambio, ¿cómo esperar que las generaciones más jóvenes pospongan su proyecto de vida individual a favor de un dudoso proyecto colectivo? ¿Se puede esperar que inviertan su vida para recibir como recompensa la afirmación: “Debemos ver lo hecho hasta ahora como un punto de partida” cuando estén por cumplir los sesenta años?
A esta altura, comienzan a confirmarse las sospechas de que no hay punto de llegada y que el camino hacia la “sociedad del futuro” es tan infinito como la guerra contra el terrorismo, y la posibilidad de avanzar por él tan poco probable como que Aquiles le gane la carrera a la tortuga ya que el gobierno parece vivir en el universo inmóvil del los eleatas. No sólo se trata, como quieren algunos, de vivir mejor, tener un coche o una casa, objetivos que por demás no puedo criticar, que ya se ha sobrestimado lo suficiente los méritos del ascetismo, muchas veces predicado, pero rara vez puesto en práctica. Se puede tratar también de la aspiración de seguir una profesión, de emplear a fondo el talento personal, si bien no en condiciones ideales, al menos lejos de un gobierno que privilegia la actitud sobre la aptitud, que encuentra profundamente tranquilizadora la mediocridad leal y que suele terminar saboteando y falseando los proyectos que emprende con tal de tener resultados que celebrar en los periódicos.
No se trata, como quiere el Canciller, de un problema de desinformación o ingenuidad. Cualquier persona medianamente informada sabe que la vida, incluso en una sociedad del primer mundo, es difícil, más aún para el emigrado. Y serán pocos los que supongan que de regresar el capitalismo a Cuba sería el de Suiza o los países escandinavos, por más que la comparación con Haití, si bien no desprovista de dramatismo, sea exagerada; ni en los momentos de mayor crisis alcanzó Cuba tal nivel.
Se trata, creo, del escepticismo lógico que, sobre todo entre los jóvenes, ha generado un gobierno que ha intentado ideologizar todas las esferas de la vida y que pretende justificarse repitiendo una propaganda que han gastado los años y el cansancio, como la de la gratuidad de la educación y la salud pública, que se financian, concedo que tal vez sólo parcialmente, con los impuestos que son retirados directamente del salario de los trabajadores sin que estos sepan a cuánto asciende el monto de tal exacción. Un escepticismo que cuestiona los móviles y la utilidad de casi cualquier tipo de acción colectiva o de pertenencia a una organización, tras años de comprobar la impotencia e ineficacia de estas últimas y de escuchar a un gobierno que, esgrimiendo como excusa el bien común, intenta adelantar su propia agenda y conseguir sus propios fines sin escuchar a los individuos que componen ese “pueblo” que invocan constantemente como beneficiario de sus acciones. Y esto no es un cuestionamiento de la justeza o no de tal agenda —ése sería otro tema—, sólo apunto al hecho, elemental, de que uno podría no tener deseo de participar en su puesta en práctica, pero que la posibilidad de escoger tal curso de acción no es una opción válida, al menos para el poder.
Sin embargo, no es el actual gobierno el único que podría resultar afectado por esta situación. Cualquier hipotético gobierno que llegara al poder de producirse una transición democrática probablemente tendría que enfrentarse a un sentimiento de desinterés muy similar al actual, sobre todo entre el sector más joven de los cubanos. Hay indicios que permiten suponerlo.
Basta con observar un hecho: aunque la oposición a Batista incluyó a todas las generaciones y a casi toda la gama del espectro político, lo más eficiente de esa oposición la constituyeron los jóvenes, liderados por grupos como el M-26 y el Directorio Revolucionario y organizaciones estudiantiles como la FEU. No se observa nada semejante en la Cuba de hoy, donde los líderes de la oposición (al menos los más publicitados) pasan cómodamente de los cuarenta años.
Se pueden proponer diversas explicaciones para ello. Por ejemplo, el éxito que ha tenido el gobierno —con la colaboración estrecha de Washington y de la extrema derecha del exilio— en conseguir que los cubanos, especialmente los jóvenes, no vean de manera positiva la posibilidad de un cambio político, aunque no miren con simpatía al régimen actual. Se ha conseguido que las personas sientan que el futuro político de Cuba está secuestrado por la nomenclatura del régimen y por su contraparte en el exilio —sobre todo el exilio histórico de Miami, que se las arregla para dar una imagen de intolerancia política no menos opresiva que la proyectada por el gobierno de la Isla—, mientras el gobierno de los EE.UU. acecha a la espera de una oportunidad para recuperar su control sobre el país, primero a través de un procónsul y luego a través de un gobierno obediente. No importa si esto es cierto o no, es una percepción muy extendida que inmoviliza cualquier vocación por el cambio en la sociedad cubana. Lo peor, además, es que los otros dos miembros del trinomio suelen actuar generalmente de una manera que parece confirmar esta previsión.
Luego, para la mayoría de los cubanos, el gobierno es la única fuente de información disponible sobre la oposición interna y ha obtenido gracias a ello un relativo éxito en homogeneizarla, simplificarla y convertirla en una caricatura de sí misma.* Si a un joven cubano medio se le preguntara sobre las diferencias que existen —y las hay— entre Marta Beatriz Roque, Oswaldo Payá y Manuel Cuesta Morúa, probablemente no sabría qué responder, asumiendo que hubiera oído de alguno de ellos ya que la publicidad que obtienen estas personas es a través de la Mesa Redonda, un programa que no destaca por poseer un elevado índice de audiencia. También se ha sabido explotar las divisiones que existen entre los grupos opositores de manera que se neutralice su efectividad, se limite el alcance de sus mensajes y se pueda cuestionar la honestidad y seriedad de sus propósitos. Enfrentado a las cifras que suministra Marta Beatriz Roque acerca de unos 360 grupos de oposición y un total de alrededor de 5 mil opositores en el país —para un total aproximado de 13 opositores por grupo—, resulta difícil evitar una sonrisa entre incrédula y desencantada ante semejante parodia de multipartidismo. Aún peor, la facilidad con la que los oficiales del Ministerio del Interior parecen penetrar estas organizaciones acentúa, por un lado, la sensación de inutilidad de este tipo de actividad que desea imponer el gobierno mientras que, por otro, los hace lucir como tontos en un país donde, históricamente, se la rendido un culto enfermizo e infantil a la “viveza”.
Sin dejar de reconocer que las condiciones actuales hacen de la oposición un ejercicio de una dificultad casi insuperable, no es menos cierto que una evaluación desapasionada de las declaraciones y los escritos de sus diferentes facciones dejan poca esperanza de que en un futuro más propicio puedan conectar con una juventud que parece ser mayoritariamente escéptica, que encuentra en la salida individual la mejor, y acaso única, solución —aunque sean conscientes de que sólo un por ciento muy pequeño conseguirá aquello a lo que aspira— y que considera palabras como civismo, sociedad civil, participación democrática o Estado un mal chiste. Esta situación, si acaso, favorecerá a la derecha, que siempre ha encontrado más cómodo gobernar sin la participación de la gente, por más que gusten de predicar sobre la democracia, pero cualquier izquierda cubana en el futuro tendrá que enfrentar casi con seguridad un público hostil.
Otras dos cosas podrían añadirse a esto. La primera es que si en 1959 había 6 millones de cubanos y actualmente hay alrededor de unos 11 millones, casi la mitad de los cubanos vivos nacimos después del triunfo de la Revolución y un por ciento que, supongo, será alto se encontrará comprendido entre las edades que señala como objetivo el Canciller Pérez Roque, sin mencionar los que hoy son un poco mayores y protagonizan, al menos entre los jóvenes, la actual ola migratoria que, cabe suponerlo, se habrá incrementado en los dos últimos años tras las nuevas medidas introducidas por el gobierno. La participación de esos jóvenes, apasionada y comprometida de ser posible, en el futuro de Cuba, cualquiera que este sea, sería deseable y probablemente necesaria para el desarrollo feliz de los acontecimientos. El peligro reside en que podría suceder que no fuese así.
Lo otro es que dentro de esa emigración se encuentran muchos de los jóvenes más talentosos, con mejor preparación académica y mayores ambiciones profesionales de ese grupo generacional, que expresan, además, un marcado desinterés ante la posibilidad de regresar a Cuba, incluso si se produjera una transición hacia la democracia, al no sostener la visión panglossiana sobre un hipotético capitalismo nacional que les achaca Pérez Roque. Tal situación podría alterarse por una variedad de factores, desde el cambio de perspectiva que aporta la madurez a la recuperación de una conciencia cívica o que el proceso político cubano alcance en el futuro un nivel de interés que de momento parece dudoso vaya a conseguir alguna vez. La realidad, en cualquier caso, es la convicción que he oído expresar hoy a muchos de que un cambio político no vuelve atractiva la idea del regreso. Lo otro no es más que especulación.
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Ignoro, ya el tiempo lo dirá, si el gobierno actual podrá conseguir la “invulnerabilidad ideológica” a la que aspira. Es probable que en la próxima reunión de la Asamblea Nacional anuncie que así es, pero eso, como las otras dos invulnerabilidades por las que ayer se congratulaban, no pasará probablemente de ser un titular para los periódicos, que es donde único se materializan tantos éxitos de la Revolución. El problema, sin embargo, es real, por más que al señalarlo los dirigentes cubanos eviten reflexionar sobre sus causas ya que es más simple ofrecer soluciones cosméticas que evaluar con sinceridad los problemas que enfrenta hoy la sociedad cubana. Este asunto, casi con seguridad, quedará pendiente para quienes queden al frente de Cuba tras el deceso de Fidel Castro y, se puede suponer, para quienquiera que les siga, sin importar la tendencia política del gobierno. Espero que no resulte demasiado ingenuo abrigar la esperanza de que algún día pueda solucionarse.
*Algunas figuras de la oposición colaboran en ello, verbigracia, los que se reunieron en el simulacro de votación organizado por la SINA durante las elecciones presidenciales norteamericanas en el 2004 para elegir entre John Kerry y George W. Bush. Leer sobre el incidente no estuvo desprovisto de cierta dulce nostalgia, aquello me hizo recordar momentos del ya extinto San Nicolás del Peladero.