miércoles, julio 30, 2008

Karel Ĉapek

No creo atrevido sugerir que acaso toda preferencia sea apenas una superstición. Incluso de no ser así —y bien podría no serlo—, en toda elección permanece un elemento de misterio que no se consigue reducir sólo con razonamientos. Apunto esta opinión menos por el deseo de imponer mi criterio que con la intención de justificar de antemano la pobreza de argumentos tras la que se escuda mi admiración por la obra de Karel Ĉapek.

Como tantos otros, parte de su fama la debe al equívoco, en su caso, el que a menudo se le atribuya la invención de la palabra "robot" —del checo robota, que literalmente significa trabajo esclavo y, figuradamente, trabajo duro o monótono—, término que en realidad le fue sugerido por su hermano Josef para los androides de su obra R. U. R. Sin embargo, no es menos cierto que Ĉapek ganó merecida fama como uno de los grandes escritores de la joven república checoslovoca al producir una obra prolífica y multifacética que consiguió la admiración de sus contemporáneos en el resto de Europa y los Estados Unidos.

Si bien su obra no ignora ningún género, Ĉapek cultivó con fruición y despreocupada felicidad el policiaco y la ciencia ficción, que en su época gozaban de prestigio (o eran de buen tono), circunstancia que a la larga, creo, ha disminuido su estatura, sobre todo en el mundo hispanohablante, con su habitual facilidad para los juicios provincianos. (Nunca he conseguido entender cómo se puede juzgar un género en su totalidad en lugar de evaluar una por una las obras que lo componen; de los géneros "no-canónicos" —insoportable eufemismo académico— sólo el fantástico goza de cierta reputación entre nosotros, y supongo que eso se deba a que no se puede ignorar tan fácilmente a Cortázar o a Borges.)

Comparado con Vidas imaginarias, de Marcel Schwob, sofisticado y decadente como buen simbolista, o con el ingenio epigramático y la erudición de Decadencia y caída de casi todo el mundo, de Will Cuppy, los Apócrifos de Ĉapek pueden parecer un libro menor. Una lectura más cuidadosa lo revela como un libro más humano, la obra de un autor con un delicado sentido del humor y una simpatía ecuménica que parece extenderse a todas las personas, lo que le permite construir personajes que, si bien no son siempre simpáticos, resultan de todas formas cercanos y hasta entrañables. Hay una suerte de humildad y casi provincialismo en Ĉapek que esconden su habilidad como narrador, como creador de personajes e historias. Esa voluntad de empequeñecimiento, ignoro si casual o voluntaria, ignoro si real o inventada por mí, provoca que su libro resulte de alguna manera más cercano. Una última virtud quiero apuntar antes de concluir: al final del ensayo que dedica a The Purple Land, de W. H. Hudson, Borges declara que hay muy poco libros felices en la tierra y menciona esa novela y Huckleberry Finn como ejemplos de libros que se pueden describir apropiadamente con esa palabra. Creo que Apócrifos puede incluirse sin demasiado esfuerzo en esa corta lista.

Tersites

Karel Ĉapek

Era de noche y los hombres de Acaya, sentados alrededor de la hoguera, se acercaron todavía más ella.


—Esa carne de carnero estaba otra vez que daba asco —exclamó Tersites hurgándose los dientes—. Me extraña a mí, aqueos, que os la traguéis todo. Apostaría que ellos tuvieron para cenar, por lo menos, corderillos tiernos. Pero ¡claro está!, para los viejos soldados como nosotros, el carnero maloliente es más que suficiente. ¡Cuando recuerdo la hermosura de carneros que hay en nuestra Grecia!


—Déjate de romances —gruñó papá Eupator—. La guerra es la guerra, ya se sabe...


—Guerra... Por favor, ¿a qué llamas tú guerra? ¿Al hecho de que pronto hará diez años que vegetamos aquí por nada y para nada? Muchachos, yo os diré lo que ocurre: No se trata de guerra alguna, sino de que los señores estrategas y dignatarios hicieron una excursión a cuenta del estado. Y nosotros, viejos soldados, tenemos que quedarnos embobados viendo cómo cualquier mequetrefe, mocoso y niño mimado deambula por los campos y presume con su escudo. Así es la cosa ¡caramba!


—¿Te refieres a Aquiles? —dijo el joven Laomedonte.


—A ése o a otro —declaró Tersites—. El que tiene algo dentro de la cabeza sabe a quién le va bien lo que digo... Señores, eso no nos lo puede hacer creer nadie. Si se tratara solamente de conquistar a esa estúpida Troya, ya la tendríamos en nuestro poder hace tiempo. Hubiera bastado con estornudar un poco fuerte para que hubiera caído hecha escombros. ¿Por qué no se intenta un ataque contra la puerta principal? ¿Sabéis? Un ataque imponente, minuciosamente preparado, un asalto con gritos, amenazas y canciones guerreras, y estoy seguro de que la guerra terminaría en seguida.


—¡Hum!... —murmuró el prudente Eupator—, con gritos no caerá Troya.


—Estás muy equivocado —cacareó Tersites—. Hasta los niños saben que los troyanos son unos cobardes, miedosos, sarnosos y vagabundos. Bastaría con enseñarles bien una sola vez quiénes somos los griegos. Ya veríais cómo salían gimiendo y pidiendo misericordia. Sería suficiente que atacásemos a las mujeres de Troya, cuando salen al anochecer por agua.


—Atacar mujeres.... eso no se hace, amigo Tersites —dijo alzándose de hombros Hipodamio.


—La guerra es la guerra —gritó Tersites con arrojo—. ¡Sí que eres tú un buen patriota! Hipodamio, ¿crees que ganaremos la guerra por el hecho de que su señoría Aquiles, organice cada trimestre un encuentro público con ese mentecato de Héctor? Hombre, esos dos están de acuerdo, de eso no hay duda, y lo tienen todo bien ensayado. Sus peleas son una exhibición, para que los infelices crean que se están sacrificando por ellos. ¡Eh, troyano, eh, heleno! ¡Venid a mirar embobados a los señores héroes! Y los demás no somos nadie, nuestros sufrimientos no valen un pepino, por nosotros ni ladra un perro... Yo os diré una cosa, aqueos. Aquiles se hace el héroe solamente para recoger los laureles y privarnos de ellos a nosotros de nuestros derechos como guerreros. Quiere que se hable solamente de él, como si él lo fuera todo, y los demás, sólo basura. Así está el asunto, jóvenes. Y esta guerra se arrastra tantos años, para que el señor Aquiles pueda envanecerse como quién sabe qué héroe. Me extraña que no lo veáis.


—Oye, Tersites, por favor, ¿qué te ha hecho Aquiles? —exclamó el joven Laomedonte.


—¿A mí? ¡Ni lo más mínimo! —contestó exaltado Tersites—. ¿Te crees que me importa algo? Si lo quieres saber, ni siquiera le hablo. Pero todos están ya hartos de ver cómo ese tipo se hace el importante. Por ejemplo: eso de que esté enfadado y no quiera salir de su tienda de campaña. Vivimos en unos momentos históricos, en los que está en juego el honor de nuestra Hélade; todo el mundo tiene puestos sus ojos en nosotros, ¿y qué hace el señor héroe? Se revuelca en su tienda y dice que no va a luchar más. ¿Quizás tenemos nosotros que trabajar como esclavos, para escribir este momento histórico y salvar el honor de toda la Hélade? Pero así son las cosas... Cuando llega el momento de dar la cara, Aquiles se siente ofendido.... ¡Puf! ¡Vaya comedia! ¡Ahí tenéis a eso héroes nacionales....! Unos cobardes es lo que son....


—Yo no sé, Tersites —respondió el bonachón de Eupator—. Según dicen, Aquiles está terriblemente ofendido, porque Agamenón envió con sus padres a su esclava... ¿cómo se llama ella? Briseida o Criseida, o algo parecido. Aquiles Peleo lo ha tomado como una cuestión de prestigio, pero a mi parecer, es que estaba realmente enamorado de la muchacha. Caramba, eso no es ninguna comedia.


—¡A me lo vas a contar! —dijo Tersites—. Yo sé muy bien cómo fue la cosa. Sencillamente, Agamenón le quitó la chica, ¿estamos? Desde luego, hay que ver las joyas que ya tiene robadas, y la carne de mujer le gusta más que las morcillas a los gatos. ¡Y estamos cansado de tantas cuestiones de faldas! Por culpa de esa perdida de Helena empezó la guerra y, ahora, este otro asunto. ¡Habéis oído que en los últimos, Helena se entiende con Héctor? Señores míos, a ésa ya la tuvo en Troya todo el que quiso, hasta ese anciano que está con un pie en la tumba, el mohoso de Príamo. ¿Y por una fulana así tenemos que sufrir y luchar? Muchas gracias, no tengo ganas.


—Se dice —comentó un poco avergonzado el joven Laomedonte—, que Helena es muy bella.


—Se dice... —contestó Tersites con desprecio—. Ya es una florecita más que marchita... y, además, una perdida que no tiene igual. Yo no daría por ella ni un pepino. Jóvenes, ¿sabéis que os digo? Le desearía a ese estúpido de Menéalo que ganáramos esta guerra y le dieran de nuevo a su Helena. Toda la belleza de ella consiste en un poco de leyenda, un poco de fantasía y un poco de maquillaje.


—¿Entonces nosotros, los dánaos —exclamó Hipodamio—, luchamos solamente por una simple leyenda?


—Querido Hipodamio —respondió Tersites—, parece ser que no ves las cosas claras. Nosotros los helenos, luchamos, primero: para que ese viejo zorro de Agamenón recoja sacos de botín; segundo, para que el presumido de Aquiles aplaque su insaciable ambición; tercero, para que el embustero de Odiseo nos robe los suministros de guerra y, finalmente, para que un cantante de feria pagado por ellos, un tal Homero o no sé cómo se llama ese pelele, por un par de cochinos reales glorifique a los mayores traidores de la nación griega, y al hacerlo, llene de vergüenza o, por lo menos, silencie, a los verdaderos, sencillos y abnegados héroes de Acaya, como sois vosotros. Así es la cosa, Hipodamio.


—Los mayores traidores... —dijo Eupator—. Esa palabra, Tersites, es un poco fuerte...


—Pues para que lo sepáis —soltó Tersites y apagó la voz—, yo tengo pruebas de su traición. Señores, es terrible. Yo no voy a decir todo lo que sé, pero hay una cosa que no debéis olvidar: estamos vendidos. Eso lo tenéis que ver vosotros mismos. ¿Acaso sería posible que nosotros, los griegos, la nación más valiente y más adelantada del mundo, no hubiéramos conquistado todavía ese basurero de Troya, y no hubiéramos dado ya cuenta de esos mendigos y granujas de no haber sido vendidos y traicionados hace años? ¿Acaso tú, Eupator, nos consideras a los aqueos como a perros cobardes, incapaces de acabar con esa cochina Troya? ¿Acaso son los soldados troyanos mejores que nosotros? Óyeme, Eupator, si piensas eso, no puedes ser griego, sino solamente epirota o tracio. Un verdadero griego, hombre del mundo antiguo, tiene que sentir con pena en qué vergonzosa corrupción vivimos.


—La verdad es —dijo pensativo Hipodamio—, que esta guerra se está prolongando miserablemente.


—¿Lo ves? —gritó Tersites—. Y yo te diré por qué: porque los troyanos tienen sus aliados y ayudantes entre nosotros. Quizás sabéis a quién me refiero.


—¿A quién? —dijo severamente Eupator—. Ahora, Tersites, ya has ido demasiado lejos para poder callar.


—No me gusta decirlo —se defendió Tersites—. Vosotros, dánaos, ya me conocéis y sabéis que no soy chismoso, pero si creéis que es en interés del pueblo, os diré una cosa terrible. Un día, conversaba yo con unos cuantos buenos y valientes griegos. Como patriotas, hablábamos de la guerra y del enemigo, y como mi naturaleza es abierta, estaba diciéndoles que los troyanos, nuestros principales y más encarnizados enemigos, son un hatajo de cobardes, ladrones, inútiles, harapientos y unas ratas; que su Príamo es un abuelo senil y su Héctor un cobarde. Reconoceréis, desde luego, el verdadero sentido que tienen en griego estas palabras. Y de pronto, sale de la sombra el mismo Agamenón —ya no le da vergüenza espiar— y dice: Despacio, Tersites. Los troyanos son buenos soldados, Príamo es un anciano justo y Héctor es un héroe. Después se dio la vuelta sobre sus talones, y desapareció antes de que pudiera contestarle como se merecía. Señores, yo me quedé como escaldado. Caramba —me dije— ya sabemos de dónde sopla el viento. Ahora ya conocemos al que lleva a nuestro campamento la propaganda enemiga, el desaliento y el desastre. ¿Cómo tenemos, pues, que ganar la guerra, si esos malvados troyanos tienen su gente, sus representantes, en medio de nosotros, ¡bah! todavía peor, directamente en nuestra tienda de campaña principal? ¿Y creéis vosotros, aqueos, que esos traidores hacen su trabajo demoledor sin más ni más? No, señores míos, ése no va gratuitamente alabando hasta el cielo a nuestros enemigos nacionales... Ése, ¡caramba!, tiene que recibir sus buenas monedas de Troya. Meditad un poco sobre el asunto, jovencitos. La guerra se prolonga a propósito, Aquiles se ha ofendido intencionadamente, nuestros soldados dejan oír solamente sus protestas y su nostalgia, por todas partes crece la indisciplina —en resumen, todo es una verdadera estafa y un robo. Mires a quien mires, es un traidor, un vendido, un extraño y un usurero. Y cuando uno descubre sus fintas, dicen que es un elemento desmoralizador y destructor. Eso es lo que saca un natural del país por querer, sin tener en cuenta quién hay a derecha o a izquierda, servir a su nación, a su honor y a su gloria. ¡Hasta este extremo hemos llegado nosotros, antiguos griegos! ¡Parece mentira que nos hundamos en todo este barro! Un día se escribirá sobre nuestra época como del período de más profunda profanación, vergüenza, mezquindad y traición, falta de libertad, destrucción, cobardía, corrupción y decadencia de la moral...


—Eso siempre ha pasado y seguirá pasando —bostezó Eupator—, y yo me voy a dormir. ¡Buenas noches, gentecita!


—Buenas noches —exclamó cordialmente Tersites, desperezándose a su gusto—. ¿Pero verdad que hemos tenido hoy una charla agradable?

Benjanán

Karel Ĉapek

ANÁS

—Me preguntas, Benjanán, si él es culpable. El caso es el siguiente: yo no he sido el que lo ha condenado a muerte. Se lo envié a Caifás; que te diga Caifás qué delito ha encontrado en él. Personalmente, no tengo nada que ver en este asunto.

Yo soy un viejo práctico, Benjanán, y te lo digo abiertamente. Creo que sus enseñanzas eran, hasta cierto punto, de buen fondo. Ese hombre tenía razón en muchas cosas, Benjanán, y su intención era honrada; pero su táctica, muy mala. De esa forma nunca puede ganar nadie. Hubiera hecho mejor escribiendo un libro sobre todo ello y publicándolo. La gente lo hubiera leído y se hubiera dicho: Es un libro flojo, o interesante, en él no se encuentra nada nuevo... y cosas parecidas, en fin, lo que se dice generalmente de los nuevos libros. Pero al cabo de algún tiempo hubieran empezado a escribir sobre esto o aquello otras personas, y después otras; y por lo menos, hubiera conseguido inculcar algo. No toda su doctrina, desde luego; pero eso, una persona con sentido común ni siquiera lo desea. Basta con asentar una o dos de sus ideas. Así se hace y no de otra forma, querido Bejanán, cuando se quiere arreglar el mundo. Para eso ha de tenerse paciencia e ir suavemente. Te lo digo; ha de usarse la táctica apropiada. ¿Para qué sirve la verdad si no sabemos hacerla valer

Y ésa fue su mayor falta, que tuvo paciencia. Quería redimir al mundo en un dos por tres y hasta contra la voluntad de los salvados. Y eso es imposible, Benjanán. No debía haber ido hacia su meta tan directamente y con tanta brusquedad. La verdad se debe ir metiendo poco a poco, a cachitos; aquí un poquito, allá otro poco... para que la gente se vaya acostumbrado a ella. Y no que, de pronto, comienza: “Da todo lo que tienes...” y esto y lo otro. Ése es mal método. Además, debía haber tenido más cuidado con lo que hacía. Por ejemplo, aquello de ir con el látigo a arrojar a los mercaderes del Templo... ¡Si ellos son también buenos judíos, hombre, y tienen que vivir de algo! Yo sé que las casas de cambio no deben estar en un templo, pero siempre han estado allí. Entonces, ¿para qué tantos romances? Debía haberse quejado de ellos en el Sanedrín y en paz. El Sanedrín quizás hubiera ordenado que pusieran las mesas un poco más lejos y todo hubiera acabado bien. La importancia está siempre en la manera de hacer las cosas. El hombre que quiere conseguir algo en este mundo, no debe perder la cabeza y tiene que saberse dominar. Debe tener un frío y calculado sentido de las cosas. Lo mismo que esas asambleas de multitudes que hacía.... Ya sabes, Benjanán, a ninguna autoridad le gusta eso. O el que se dejara recibir tan pomposamente cuando llegó a Jerusalén. No tienes idea de la mala sangre que eso hizo. Debía haber entrado a pie y haber saludado aquí y allá... Así hay que hacer las cosas si se quiere tener alguna influencia. Hasta he oído decir que se dejó invitar por un publicano romano, pero no puedo creerlo; una torpeza así no la hubiera cometido. A la gente le gusta mucho desacreditar. Y no debía haber hecho milagros, eso tenía que acabar mal. Dilo tú mismo; a todos no los puede ayudar y aquéllos a quien no hizo milagro alguno, le tomaron rabia. O la de la mujer adúltera, eso sí que ocurrió, estoy seguro, Benjanán, y fue un grave error de táctica. ¡Decir a la gente en el juicio que tampoco ellos estaban libres de culpa! Si fuera así, ¿acaso podría haber en el mundo justicia alguna? Te lo digo, Benjanán, cometió una falta tras otra. Debía haber enseñado solamente y dejarse de hechos. No debió tomar sus enseñanzas tan al pie de la letra, no debió quererlas poner en práctica en seguida. Su método fue malo, querido Benjanán. Dicho sea entre nosotros, podía tener razón en muchas cosas, pero su táctica fue dudosa. Claro, no podía acabar de otra manera...


No te devanes los sesos con eso, Benjanán; todo está en orden. Fue un hombre justo, pero si quería salvar al mundo no debía haber sido tan radical. ¿Si fue condenado en justicia? ¡Vaya cuestión! Sí, te digo que, tácticamente, tenía que perder.


CAIFÁS

—Siéntate, mi querido Benjanán, estoy a tu servicio. Así que te interesa saber mi opinión, sobre si ese hombre fue crucificado justamente. Eso es muy sencillo, querido Benjanán. Primero: a nosotros no nos importa, porque no somos los que lo hemos condenado a muerte. Solamente lo entregamos al señor Procurador romano, ¿no es cierto? ¿Para qué hablar de responsabilidad en este asunto? Si lo condenaron justamente, está bien; si se ha cometido una injusticia, entonces, la culpa es de los romanos y se lo podremos echar en cara cuando nos convenga. Así está el asunto, querido Benjanán. Este caso se debe considerar políticamente. Por menos yo, como Sumo sacerdote, tengo que tener en cuenta el alcance político de cada cosa. Suponte tú, amigo: los romanos nos han librado de una persona que, ¿cómo diría yo?... por ciertos motivos no nos era grata. Y además, la responsabilidad recae sobre ellos...

¿Cómo dices? ¿Que cuáles son esos motivos? Benjanán, Benjanán... me parece que esta generación no tiene bastante sentido patriótico. ¿Pero acaso no comprendes cómo nos perjudica el que se ataque a nuestras autoridades reconocidas, como son los fariseos y los legisladores? ¿Qué van a pensar los romanos de nosotros? ¡Si eso es destruir el orgullo personal de la nación! Por motivos patrióticos debemos ayudar a levantar el prestigio de la nación, si queremos evitar que ésta caiga bajo la influencia extranjera. El que quita a Israel la fe en los fariseos trabaja a favor de los romanos. Y nosotros hemos arreglado las cosas de manera que el asunto ha sido resuelto por los propios romanos. A eso se le llama política, Benjanán. Y ahora uno encuentra todavía tontos que se preocupan de si fue o no crucificado en justicia. Recuerde usted, jovencito, que el interés de la patria está ante todo. Yo sé muy bien que nuestros fariseos tienen sus defectos. Aquí entre nosotros, son unos charlatanes sin vergüenza. Pero no podemos permitir que nadie menoscabe su autoridad. Ya sé, Benjanán.... Tú eras discípulo suyo y te gustaban sus enseñanzas: eso de que debemos amar a los semejantes e incluso a los enemigos y demás historias. Pero, dilo tú mismo: ¿nos ayuda con eso a nosotros, los judíos?


Y todavía una cosa más. No debía haber ido diciendo que venía a salvar el mundo, que era el Mesías y el Hijo de Dios y qué sé yo cuántas historias... Sabemos muy bien que era de Nazaret... Por favor, di tú, ¿qué Salvador del mundo ni qué ocho cuartos? Hay todavía gente que lo recuerda como hijo de José, el carpintero. ¿Y ese hombre quería salvar el mundo? ¿Pero qué se había creído? Yo soy un buen judío, Benjanán, pero ¡que nadie me venga con que cualquier paisano nuestro puede salvar el mundo! Eso sería tener una idea demasiado elevada de nosotros mismos. Hombre, no diría nada si hubiera sido romano o egipcio. ¿Pero un judiíto así de Galilea? ¡Si es cosa de risa! Eso de que vino al mundo para redimirlo, que se lo cuente a otros, Benjanán, pero a nosotros, no. ¡A nosotros, no! ¡A nosotros, no!

Atila

Karel Ĉapek

Por la mañana llegó un mensajero del lindero del bosque con la noticia de que, hacia el sudeste, se había visto al anochecer un resplandor rojizo. Aquel día había caído de nuevo una llovizna fría, los troncos, mojados, no quería arder; tres personas del grupo escondido en la hondonada murieron de disentería. Porque ya no había que comer, se marcharon dos hombres en busca de los pastores de los linderos del bosque. Volvieron al anochecer, mojados y terriblemente extenuados. Con dificultad lograron decir que la situación era mala; las ovejas se morían y las vacas se hinchaban. Los pastores se les habían venido encima con cachiporras y cuchillos, cuando uno de ellos quiso llevarse un becerrito que les había confiado antes de marcharse al bosque.


—Recemos —dijo el cura, que sufría de disentería—. Dios se apiadará de nosotros.


Kriste eleison —clamó en voz alta todo el abatido grupo. En aquel instante estalló una ruidosa discusión entre las mujeres por unos trapos de lana.


—¡Otra vez esas malditas abuelas! —gritó el alcalde y fue a sacudirlas con el látigo. Así disminuyó la tensión inusitada y los hombres empezaron a sentirse, de nuevo, hombres.


—Aquí no llegarán esos yegüeros —dijo uno de barbas—. ¡Qué va! A esta hondonada y bajo estos arbustos.... Dicen que tienen caballos pequeños y enjutos como cabras.


—Yo diría —objetó cierto hombrecito excitado—, que debíamos habernos quedado en la ciudad. Pagamos una cantidad tan enorme por las murallas. Por ese dinero podrían haberse hecho murallas imponentes, ¿no es eso?


—Claro —sonrió un bachiller tuberculoso—. Por ese dinero podrían ser murallas de mazapán. Ve a darles un mordisco... Mucha gente se hartó con ellas, quizás haya quedado algo para ti.


El alcalde resopló amenazador. Aquella conversación no era de las más apropiadas para el momento.


—Yo diría —continuó con su idea el excitado ciudadano—, que la caballería contra murallas así... La cosa era no dejarles entrar en la ciudad; y podíamos ahora estar a salvo.


—Pues vuélvete a la ciudad y métete en la cama —le aconsejó el hombre de las barbas.


—¿Qué iba a hacer allí yo solo? —objetó el excitado hombrecito—. Lo único que digo es que debíamos habernos quedado en la ciudad y habernos defendido. Después de todo, tengo derecho a opinar y a decir que se cometió un error, ¿no? ¡Tanto costaron esas murallas, y luego se dice que no sirven para nada! ¡Háganme el favor!


—Sea como sea —dijo el cura—, debemos confiar en la ayuda de Dios, hijitos. ¡Si ese Atila es solamente un pagano!


—¡El azote de Dios! —se oyó decir al monje sacudido por escalofríos—. ¡Castigo de Dios!


Los hombres, disgustados, callaron. Aquel monje fogoso siempre estaba dispuesto a predicar y, después de todo, ni siquiera pertenecía al Municipio. “¿Para qué tenemos a nuestro propio cura? —pensaron los hombres—. Ese es nuestro, está de nuestra parte y no maldice tanto contra nuestros pecados. Como si, después de todo, pecáramos tanto” —meditaban amargados.


La lluvia había cesado, pero todavía las pesadas gotas resbalaban de las copas de los árboles.


—Dios mío, Dios mío —se quejó el cura que sufría por su enfermedad.


Al anochecer los centinelas trajeron a un agotado fugitivo; decían que era un fugitivo del Este, del territorio invadido.


El alcalde, envanecido, empezó a interrogar al fugitivo. Tenía, desde luego, la opinión de que un asunto oficial de esa clase, debía tratarse con la mayor severidad.


—Sí —dijo el jovencito—. Los hunos están solamente a unas once millas de aquí y siguen avanzando, aunque despacio.


Ocuparon su ciudad y los vio. No, a Atila no lo había visto, sino a otro general, uno gordote. ¿Que si habían quemado la ciudad? No, no la quemaron. Aquel general había lanzado una proclama diciendo que la población civil no sufriría daño alguno si la ciudad daba bebida y provisiones y no sé cuántas cosas más. Y que la población debía abstenerse de toda clase de manifestaciones hostiles contra los hunos o, en caso contrario, se tomarían las más severas medidas y represalias.


—¡Pero si esos paganos asesinas a las mujeres y a los niños! —afirmó con seguridad el hombre de las barbas.


El jovencito decía que no. En su ciudad, no. Él mismo había estado escondido entre el heno, pero cuando su madre le dijo que se contaba que los hunos se llevaban a los hombres jóvenes para conducir los rebaños, huyó por la noche. Eso era todo lo que sabía.


Los hombres no estaban satisfechos.


—Es cosa sabida —declaró uno— que cortan de un tajo las manos a los niños de pecho, y lo que hacen con las mujeres no se puede ni contar.


—Yo de esas cosas no he oído nada —dijo el jovencito como disculpándose.


Por lo menos, en su pueblo no había ocurrido nada tan terrible. ¿Y qué cuántos eran esos hunos? Alrededor de unos doscientos; más no.


—¡Mientes! —gritó el de las barbas—. Todo el mundo sabe que hay más de quinientos mil. Y a donde van, asesinan a todos o los arrojan de allí.


—Cierran a la gente en los graneros y los queman —dijo otro.


—Y a los niños los atraviesan con sus lanzas —añadió un tercero excitado.


—Y los asan al fuego —continuó un cuarto sorbiéndose el moco—. ¡Paganos malditos!


—¡Dios, Dios! —gimió el cura—. Dios, ten compasión de nosotros.


—Tú me pareces muy raro —dijo el de las barbas al jovencito, con desconfianza—. ¿Cómo puedes decir que has visto a los hunos, si estabas escondido en el heno?


—Mi madre los ha visto —tartamudeó el jovencito—, y me llevaba la comida al porche.


—¡Mientes! —retronó el de las barbas—. Sabemos muy bien que allá donde llegan los hunos, arramblan con todo y lo dejan como si hubiera pasado la langosta. Ni una hoja en los árboles queda después de su paso, ¿comprendes?


—¡Dios de los cielos, Dios de los cielos! —empezó a gemir histéricamente el excitado ciudadano—. ¿Y por qué, por qué ocurre esto? ¿Quién ha tenido la culpa de ello? ¿Quién les ha dejado llegar hasta aquí? Tanto hemos pagado por el ejército... ¡Dios de los cielos!


—¿Que quién los ha dejado entrar hasta aquí? —respondió burlón el estudiante—. ¿Tú no lo sabes? Pregúntale al emperador de Bizancio quién llamó a esos monos amarillos. Caramba, como si hoy no supiera ya todo el mundo quién paga el traslado de las naciones. A eso se le llama alta política, ¿sabes?


El alcalde lanzó un solemne resoplido.


—Eso que decís son tonterías. La cosa es completamente diferente. Esos hunos se morían de hambre en su país, ¡canalla holgazana! Trabajar no saben, civilización no tienen ninguna, y se quieren hartar... Por eso han venido hasta aquí, para podernos... eso, arrebatar... los frutos de nuestro trabajo. Solamente a robar y a repartirse el botín, y otra vez hacia delante, ¡inútiles!


—Son unos paganos ignorantes —dijo el cura—. Salvajes e irracionales. Nuestro Señor quiere así probar nuestra fe. Recemos y demos gracias y todo volverá de nuevo a la normalidad.


—¡El azote de Dios! —comenzó a predicar excitado el fogoso monje—. Dios os castiga por vuestros pecados, Dios es el que envía a los hunos y os aniquilará como a Sodoma. Por vuestras fornicaciones y maldiciones, por la dureza e impiedad de vuestros corazones, por vuestra avaricia y gula, por vuestro culpable bienestar y vuestro dinero. Dios os repudió y os entregó en manos del enemigo.


El alcalde gruño amenazador.


—Cuidado con el hocico, Dómine, que aquí no está en la iglesia, ¿estamos? Han venido a hincharse las panzas y nada más. Son unos gandules, pordioseros y miserables.


—Política es esto —continuó con su idea el bachiller—. Veo bien la mano de Bizancio.


—¡Nada de Bizancio! Eso lo hicieron los caldereros y nadie más. Hace tres años que estuvo aquí un calderero ambulante y, precisamente, tenía un caballo pequeño y seco como los que llevan los hunos.


—¿Y qué tiene que ver eso? —preguntó el alcalde.


—Esta muy claro —gritó el hombre negruzco—. Aquellos caldereros iba delante para ver lo que había que robar en cada parte... ¡Eran espías! Todo esto lo prepararon los caldereros. ¿Qué buscaban aquí? ¿Qué, qué? ¿Para qué venían si en la ciudad había estañeros establecidos? Para estropear el oficio y espiar. En su vida fueron a la iglesia... hacían brujerías... echaban mal de ojo al ganado... ¡hasta rameras llevaban consigo! ¡Todo lo hicieron los caldereros!


—Algo hay de verdad en eso —consideró el de las barbas—. Los caldereros son gente rara. Dicen que hasta comen la carne cruda.


—Una banda de ladrones —confirmó el alcalde—. Roban las gallinas y todo lo que pueden.


El estañero se ahogaba de justa indignación.


—¡Ya lo veis! Se dice que Atila y, mientras tanto, son los caldereros. ¡De todo, de todo tienen esos malditos la culpa! Nos embrujaron el ganado, nos enviaron la disentería. ¡Todo lo hicieron los caldereros! Debíais haberlos colgado en cuanto se presentaban. ¿Acaso no sabéis... no habéis oído hablar de las calderas del infierno? ¿Y no habéis oído decir que esos hunos se acompañan en sus marchas con golpes en las calderas? Hasta un niño ha de comprender la relación existente. Esos caldereros son los que han traído la guerra... los caldereros son los culpables de todo. Y tú —gritó con la boca llena de espuma, señalando al jovencito forastero—, tú eres también un calderero, estás acuerdo con los espías y caldereros. Por eso has venido... Querías aturdirnos con tus historias, ¡calderero!, querías traicionarnos.


—¡Que lo cuelguen! —silbó el excitado hombrecito.


—Esperad, vecinos —tronó la voz del alcalde sobre el tumulto—. Eso hay que investigarlo bien. ¡Silencio!


—¿Para qué tantos romances? —gritó alguien.


Empezaron a alterarse hasta las mujeres.



Aquella noche resplandeció el Noroeste como una inundación de fuego. Lloviznaba... Cinco personas del grupo murieron de disentería y catarro.


Al jovencito lo colgaron después de un largo martirio.

Iconoclastas

Karel Ĉapek


Un erudito y experto famoso llamado Procopio, entusiasta coleccionista y admirador del arte bizantino, se presentó un día en el Monasterio de San Simón para hablar con el padre prior, llamado Nicéforo. Nuestro visitante, muy excitado, paseaba por los pasillos del santo lugar.


<<Bonitos remates de pilar tienen aquí —se decía— seguramente del siglo V. Solamente Nicéforo nos puede ayudar, tiene gran influencia en la Corte y en su tiempo fue pintor. ¡Y no era mal pintor ese vejete! Recuerdo que diseñaba bordados para la emperatriz y le pintaba iconos. Por eso le hicieron abad de este Monasterio, cuando las manos se le agarrotaron a causa del artritismo, hasta el punto de no poder sostener un pincel en ellas. Y, según dicen, su palabra aún tiene valor en la Corte. ¡Cristo Jesús! Ésa sí que es una cabeza hermosa. Sí, Nicéforo ayudará. Ha sido una suerte que nos acordáramos de Nicéforo.>>


—Bienvenido, Procopio —oyó decir tras sí a una voz blanda.


Procopio se volvió bruscamente. Ante él estaba un sonriente y seco viejecito, con las manos escondidas en las mangas.


—Un hermoso remate de pilar, ¿no es eso? —dijo—. Viejo trabajo de Naxos, amigo.

Procopio besó la manga del abad.


—He venido a verle a usted, padre —empezó exaltado, pero el prior del monasterio le interrumpió:


—Ven a sentarte al sol, querido mío. A mi edad, eso hace mucho bien. ¡Qué día, Dios mío, cuánta luz! ¿Y bien? ¿qué te trae por aquí, hijo? —añadió cuando se sentaron en el banco de piedra, en medio del jardín del Monasterio, en el que zumbaban las abejas y se sentía el perfume de la salvia, el espliego y la menta.


—Padre —empezó a decir Procopio—, me dirijo a usted como al único que puede evitar una terrible e irreparable catástrofe cultural. Sé que usted me comprenderá, porque es usted artista. ¡Qué pintor era usted, padre mío, antes de tomar sobre sus espaldas la noble responsabilidad de su cargo espiritual! Dios me perdone, pero a veces lamento que no haya continuado usted inclinado sobre sus planchas de madera, de las que en otros tiempos, hacía surgir algunos de los más hermosos iconos bizantinos.


El padre Nicéforo, en lugar de responder, se arremangó las largas mangas de su hábito y puso al sol sus pobres manos pequeñas y nudosas, encogidas por el artritismo como las garras de un loro.


—¡Pero no! —dijo solamente—. ¿Por qué dices eso, hijo mío?


—Si es verdad, Nicéforo —contestó Procopio—. (Madre de dios, qué manos tan terribles tiene.) Vuestros iconos son hoy día de un valor incalculable. No hace mucho, un judío pedía por un cuadro vuestro dos mil dracmas, y cuando se negaron a dárselas, dijo que esperaría y dentro de diez años le darían tres veces más.


El padre Nicéforo tosió modesto y enrojeció de alegría.


—¡No me digas! —murmuró—. Por favor, ¿quién hablaría de mi pobre arte? No es necesario... Tenéis maestros tan queridos como, por ejemplo, Argirópulos, Malvasias, Papadianos, Megalocastros y tantos otros. Y ése... ¿cómo le llaman? El que hace los mosaicos.


—¿Quiere usted decir Papanastasio? —preguntó Procopio.


—Sí, sí —gruñó Nicéforo—. Dicen que tiene mucho valor. En fin, yo no sé, pero en los mosaicos veo más bien trabajo de albañilería que verdadero arte. Dicen que vuestro... como le digan...


—¿Papanastasio?


—Sí, Papanastasio. Dicen que es de Creta. En mis tiempos la gente miraba la escuela de Creta de otro modo. <<No es lo verdadero>>, decían. Una línea demasiado dura. ¡y esos colorines! Así pues, ¿tú dices que ese cretense es terriblemente apreciado? Mmm... ¡es extraordinario!


—Yo no he dicho nada parecido —se defendió Procopio—. Pero, ¿ha visto usted sus últimos mosaicos?


El padre Nicéforo movió con decisión la cabeza.


—No, no, querido mío, ¿qué tendría que ver en ellos? Líneas como alambres y, además, de un color oro chillón. ¿Has visto que en su último mosaico está el arcángel Gabriel tan inclinado como si se estuviera cayendo? ¡Si el cretense ese no sabe todavía cómo pintar un muñeco para que esté en pie como es debido!


—Bueno —objetó Procopio—, en realidad lo hizo así por motivos de composición.


—¡Pues le doy muchísimas gracias! —soltó el abad, hinchando excitadamente su rostro—. ¡Por motivos de composición! Entonces, por motivos de composiciones puede pintar mal, ¿no es eso? Y el mismo emperador fue a verlo y dijo: Interesante, muy interesante. —El padre Nicéforo dominó su indignación.— El dibujo, señor mío, es, ante todo, dibujo. En ello está todo el arte.


—Se ve que habla un maestro —le lisonjeó rápido Procopio—. Yo tengo en mi colección su Ascensión, pero le digo, padre, que no la daría por ningún Nicaón.


—Nicaón fue un buen pintor —dijo Nicéforo con decisión—. Escuela clásica, señor mío. ¡Aquéllas sí que eran hermosas proporciones! Pero mi Ascensión es un cuadro flojo, Procopio. Esas figuras inmóviles y ese Cristo con alas, como una cigüeña... Hombre, Cristo tiene que poder volar hasta sin alas. ¡A eso se le llama arte!


El padre Nicéforo se sonó en la manga excitado.


—No hay nada que hacer... entonces yo no sabía todavía dibujar. No había en ello profundidad ni movimiento.


Procopio miró sorprendido las manos retorcidas del abad.


—Padre, ¿usted todavía pinta?


—Pero no... no... —dijo el padre Nicéforo negando con la cabeza—. Sólo, de vez en cuando, ensayo algo para alegrarme.


—¿Figuras? —exclamó Procopio.


—Figuras, hijo, no hay nada más hermoso que las figuras. Figuras de pie que parecen como si quisieran echar a andar. Y tras ellas fondo, en el que se diría que podían entrar. Es difícil, querido. ¿Qué sabe de eso un tal como vuestro... bueno, como se llame, ese albañil de Creta con sus muñecos pintados?


—Me gustaría ver sus nuevos cuadros, Nicéforo —dijo Procopio.


El padre Nicéforo hizo un movimiento con la mano.


—¿Y para qué? ¡Si tenéis a vuestro Papanastasio! <<Tremendo artista>>, decís vosotros. Caramba, ¡por motivos de composición! Bien; si los muñecos de sus mosaicos son arte, entonces, no sé lo que es pintar. Tú, desde luego, eres un experto, Procopio. Seguramente tienes razón cuando dices que Papanastasio es un genio.


—Yo no he dicho eso, Nicéforo —protestó Procopio—. No he venido aquí para discutir con usted de arte, sino para protegerlo antes de que sea tarde.


—¿Contra Papanastasio? —preguntó vivamente Nicéforo.


—No, contra el emperador. ¡Si usted lo sabe! Su Majestad Constantino Copronimo quiere, bajo la presión de ciertos círculos eclesiásticos, prohibir la pintura de iconos. Dicen que es idolatría o algo parecido. ¡Una insensatez así, Nicéforo!


El abad cubrió sus ojos con sus mustios párpados.


—Ya he oído hablar de eso, Procopio —murmuró—. Pero todavía no hay nada concreto. No, todavía no es seguro.


—Precisamente por eso he venido a verle, padre —habló calurosamente Procopio—. Todo el mundo sabe que para el emperador es solamente una cuestión política. ¡Un diablo le importa a él eso de la idolatría! Pero quiere tener tranquilidad, y cuando por las calles va una gentuza, dirigida por sucios fanáticos, gritando <<fuera los idólatras>>, nuestro poderoso emperador piensa que es mejor complacer a esos mendigos harapientos. ¿Sabe que han borrado los frescos de la capilla del Amor de los Amores?


—Había oído hablar de ello —suspiró el abad con los ojos entornados—. ¡Qué pecado, Madre de Dios! ¡Unos frescos tan extraordinarios de la misma mano de Estefanides! ¿Recuerdas la figura de Santa Sofía, a la izquierda de Cristo bendiciendo? Procopio, aquélla era la figura de pie más hermosa que he visto en mi vida. Estefanides sí que era un maestro, hombre. ¡Para qué hablar!

Procopio se inclinó enérgicamente hacia el abad.


—Nicéforo, escrito está en la Ley de Moisés: No harás grabados ni cualquier otra clase de parábola de aquellas cosas que están en lo alto del cielo, ni de aquéllas que están aquí abajo en la tierra, ni de aquéllas que están en el agua bajo la tierra. Nicéforo, ¿tienen razón los que dicen que está prohibido por Dios el pintar cuadros y tallar estatuas?


El padre Nicéforo movió la cabeza, sin abrir los ojos siquiera.


—Procopio —suspiró al cabo de un momento—, el arte es tan santo como el oficio divino, porque... glorifica la obra de Dios y enseña a amarle —y con su pobre mano, hizo una cruz en el aire—. ¿Acaso no fue también un artista el Creador? ¿No modeló la figura del hombre del barro de la tierra? ¿No concedió a cada cosa sus rasgos característicos y colorido? ¡Y qué artista, Procopio! Nunca, nunca aprenderemos bastante de Él... Además, la ley era válida solamente para los tiempos bárbaros, cuando la gente todavía no sabía dibujar como es debido.


Procopio suspiró profundamente.


—Sabía, padre, que hablaría usted así —dijo respetuosamente—. Como sacerdote y como artista. Nicéforo, usted no permitirá que sea destruido el arte.


—¿Yo? —el abad abrió los ojos—. ¿qué puedo hacer yo, Procopio? Los tiempos son malos, el mundo culto se barbariza, llega gente de Creta y de quién sabe dónde... Es terrible, querido hijo, pero ¿cómo evitarlo?


—Nicéforo, si hablase usted con el emperador...


—No, no —dijo el padre Nicéforo—. El emperador no tiene ningún sentido del arte, Procopio. He oído decir que un día alabó los mosaicos de ese vuestro... bueno, como le llaméis.


—Papanastasio, padre.


—Sí, ése que hace esos monigotes mal pintados. El emperador no tiene idea de lo que es arte. Y Malvasia es, según mi opinión, un pintor igual de malo. Se comprende, escuela de Ravena. ¿Y lo ves?, sin embargo, le encargaron los mosaicos de la capilla de palacio. ¡No se puede hacer nada en la corte! Procopio, yo no puedo ir allí y pedir que permitan a cualquier Argirópulos u otro cualquiera como ése de Creta... Papanastasio, ¿no?, seguir estropeando las paredes.


—No se trata de eso, padre —dijo Procopio con paciencia—. Pero tenga usted en cuenta que si ganan los iconoclastas serás destruidas todas las obras de arte. Hasta vuestros iconos serán destruidos, Nicéforo.


El abad hizo un gesto con la mano:


—Eran muy flojos, Procopio —murmuró—. Antes no sabía yo dibujar. Dibujar figuras, señor, eso no se aprende tan fácilmente.


Procopio señaló con un dedo tembloroso la antigua figura del joven Baco, cubierta hasta la mitad por un rosal silvestre.


—Hasta esa figura será destruida —dijo.


—¡Qué pecado, qué pecado! —murmuró débilmente Nicéforo, abriendo sus ojos doloridos—. Nosotros le llamábamos a esa escultura San Juan Bautista, pero es un verdadero, un perfecto Baco. Horas y horas me paso mirándolo. Es como una plegaria, Procopio.


—Ya lo ve usted, Nicéforo. ¿Y tiene que ser destruida esa perfección divina? ¿Tienen que hacerla grava a martillazos algunos piojosos y alborotadores fanáticos?


El abad hizo un gesto con la mano:


—Usted es el único que puede salvar el arte, Nicéforo —trató de convencerle esforzadamente Procopio—. Su santa vida y su sabiduría le han hecho ganar un respeto inmensurable en la Iglesia; la Corte le aprecia en alto grado, será usted miembro del Gran Sínodo, que ha de decidir si los cuadros y las esculturas son solamente medios de la idolatría. Padre, ¡el destino del arte está en sus manos!


—Sobreestimas mi influencia, Procopio —suspiró el abad—. Esos fanáticos son fuertes y tienen tras ellos a la plebe... —Nicéforo guardó silencio—. ¿Dices que destruirán todos los cuadros y esculturas?


—Sí.


—¿Y destruirán también los mosaicos?


—Sí; los desharán a golpes en las bóvedas y esparcirán las piedrecillas por los estercoleros.


—¡No me digas! —exclamo interesado Nicéforo—. Entonces, también destruirán ese ángel Gabriel tan mal dibujado, de ése... ¿no?


—Seguramente.


—¡No estaría mal! —rió el abad—. Es un cuadro terriblemente malo, hombre. Nunca había visto algo tan deforme como ese monigote. Y a eso le llaman ¡motivos de composición! Yo te digo, Procopio, que un dibujo malo es un pecado y una blasfemia. Es contra Dios. ¿Y ante eso ha de arrodillarse la gente? ¡No, no! Lo cierto es que arrodillarse ante cuadros malos es, en realidad, idolatría. A mí no me extraña que a la gente la subleven estas cosas. Tienen toda la razón del mundo. La escuela de Creta es una herejía, y ese Papanastasio es un hereje peor que cualquier Ario. ¿Así que tú crees —volvió a decir de nuevo, animadamente—, que también destruirían ese mamarracho? Me traes buenas noticias, querido hijo. Me alegra que hayas venido —Nicéforo se levantó con dificultad, como queriendo significar que la entrevista había terminado—. Hace un hermoso tiempo, ¿verdad?


Procopio se levantó completamente deshecho.


—Nicéforo —dijo—, también destruirán otros cuadros. ¡Todo el arte será quemado y destruido!


—Bueno, bueno... —dijo el abad conciliador—. Será lástima, una gran lástima... Pero si queremos librar al mundo de los malos dibujos, no hemos de fijarnos demasiado en unas cuantas injusticias. Con tal de que la gente no se arrodille ya ante ese mamarracho que hizo vuestro... bueno, ése...


—Papanastasio.


—Sí, ése. Una miserable escuela de pintura la de Creta, Procopio. Estoy contento de que me hayas llamado la atención sobre el Sínodo. Estaré allí, Procopio, estaré allí aunque tuvieran que llevarme en brazos. Hasta la muerte no me perdonaría el no estar presente en una cosa así. Con tal de que destrocen ese arcángel Gabriel —se rió Nicéforo con sus mejillas enjutas—. ¡Dios te guarde, hijo! —dijo levantándose y extendiendo su mano sarmentosa para bendecir.


—Dios le guarde, Nicéforo —suspiró desesperado Procopio.


El abad Nicéforo se alejó moviendo pensativo la cabeza.


—Mala escuela es la de Creta —murmuró—. Ya es hora de que se le paren los pies. ¡Ay, Dios mío! ¡Qué herejía ese Papanastasio... y Papadianos...! Eso no son figuras, sino ídolos, malditos ídolos —gritaba Nicéforo moviendo sus martirizadas manos—. ¡Ídolos... ídolos... ídolos...!

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