miércoles, julio 30, 2008

Iconoclastas

Karel Ĉapek


Un erudito y experto famoso llamado Procopio, entusiasta coleccionista y admirador del arte bizantino, se presentó un día en el Monasterio de San Simón para hablar con el padre prior, llamado Nicéforo. Nuestro visitante, muy excitado, paseaba por los pasillos del santo lugar.


<<Bonitos remates de pilar tienen aquí —se decía— seguramente del siglo V. Solamente Nicéforo nos puede ayudar, tiene gran influencia en la Corte y en su tiempo fue pintor. ¡Y no era mal pintor ese vejete! Recuerdo que diseñaba bordados para la emperatriz y le pintaba iconos. Por eso le hicieron abad de este Monasterio, cuando las manos se le agarrotaron a causa del artritismo, hasta el punto de no poder sostener un pincel en ellas. Y, según dicen, su palabra aún tiene valor en la Corte. ¡Cristo Jesús! Ésa sí que es una cabeza hermosa. Sí, Nicéforo ayudará. Ha sido una suerte que nos acordáramos de Nicéforo.>>


—Bienvenido, Procopio —oyó decir tras sí a una voz blanda.


Procopio se volvió bruscamente. Ante él estaba un sonriente y seco viejecito, con las manos escondidas en las mangas.


—Un hermoso remate de pilar, ¿no es eso? —dijo—. Viejo trabajo de Naxos, amigo.

Procopio besó la manga del abad.


—He venido a verle a usted, padre —empezó exaltado, pero el prior del monasterio le interrumpió:


—Ven a sentarte al sol, querido mío. A mi edad, eso hace mucho bien. ¡Qué día, Dios mío, cuánta luz! ¿Y bien? ¿qué te trae por aquí, hijo? —añadió cuando se sentaron en el banco de piedra, en medio del jardín del Monasterio, en el que zumbaban las abejas y se sentía el perfume de la salvia, el espliego y la menta.


—Padre —empezó a decir Procopio—, me dirijo a usted como al único que puede evitar una terrible e irreparable catástrofe cultural. Sé que usted me comprenderá, porque es usted artista. ¡Qué pintor era usted, padre mío, antes de tomar sobre sus espaldas la noble responsabilidad de su cargo espiritual! Dios me perdone, pero a veces lamento que no haya continuado usted inclinado sobre sus planchas de madera, de las que en otros tiempos, hacía surgir algunos de los más hermosos iconos bizantinos.


El padre Nicéforo, en lugar de responder, se arremangó las largas mangas de su hábito y puso al sol sus pobres manos pequeñas y nudosas, encogidas por el artritismo como las garras de un loro.


—¡Pero no! —dijo solamente—. ¿Por qué dices eso, hijo mío?


—Si es verdad, Nicéforo —contestó Procopio—. (Madre de dios, qué manos tan terribles tiene.) Vuestros iconos son hoy día de un valor incalculable. No hace mucho, un judío pedía por un cuadro vuestro dos mil dracmas, y cuando se negaron a dárselas, dijo que esperaría y dentro de diez años le darían tres veces más.


El padre Nicéforo tosió modesto y enrojeció de alegría.


—¡No me digas! —murmuró—. Por favor, ¿quién hablaría de mi pobre arte? No es necesario... Tenéis maestros tan queridos como, por ejemplo, Argirópulos, Malvasias, Papadianos, Megalocastros y tantos otros. Y ése... ¿cómo le llaman? El que hace los mosaicos.


—¿Quiere usted decir Papanastasio? —preguntó Procopio.


—Sí, sí —gruñó Nicéforo—. Dicen que tiene mucho valor. En fin, yo no sé, pero en los mosaicos veo más bien trabajo de albañilería que verdadero arte. Dicen que vuestro... como le digan...


—¿Papanastasio?


—Sí, Papanastasio. Dicen que es de Creta. En mis tiempos la gente miraba la escuela de Creta de otro modo. <<No es lo verdadero>>, decían. Una línea demasiado dura. ¡y esos colorines! Así pues, ¿tú dices que ese cretense es terriblemente apreciado? Mmm... ¡es extraordinario!


—Yo no he dicho nada parecido —se defendió Procopio—. Pero, ¿ha visto usted sus últimos mosaicos?


El padre Nicéforo movió con decisión la cabeza.


—No, no, querido mío, ¿qué tendría que ver en ellos? Líneas como alambres y, además, de un color oro chillón. ¿Has visto que en su último mosaico está el arcángel Gabriel tan inclinado como si se estuviera cayendo? ¡Si el cretense ese no sabe todavía cómo pintar un muñeco para que esté en pie como es debido!


—Bueno —objetó Procopio—, en realidad lo hizo así por motivos de composición.


—¡Pues le doy muchísimas gracias! —soltó el abad, hinchando excitadamente su rostro—. ¡Por motivos de composición! Entonces, por motivos de composiciones puede pintar mal, ¿no es eso? Y el mismo emperador fue a verlo y dijo: Interesante, muy interesante. —El padre Nicéforo dominó su indignación.— El dibujo, señor mío, es, ante todo, dibujo. En ello está todo el arte.


—Se ve que habla un maestro —le lisonjeó rápido Procopio—. Yo tengo en mi colección su Ascensión, pero le digo, padre, que no la daría por ningún Nicaón.


—Nicaón fue un buen pintor —dijo Nicéforo con decisión—. Escuela clásica, señor mío. ¡Aquéllas sí que eran hermosas proporciones! Pero mi Ascensión es un cuadro flojo, Procopio. Esas figuras inmóviles y ese Cristo con alas, como una cigüeña... Hombre, Cristo tiene que poder volar hasta sin alas. ¡A eso se le llama arte!


El padre Nicéforo se sonó en la manga excitado.


—No hay nada que hacer... entonces yo no sabía todavía dibujar. No había en ello profundidad ni movimiento.


Procopio miró sorprendido las manos retorcidas del abad.


—Padre, ¿usted todavía pinta?


—Pero no... no... —dijo el padre Nicéforo negando con la cabeza—. Sólo, de vez en cuando, ensayo algo para alegrarme.


—¿Figuras? —exclamó Procopio.


—Figuras, hijo, no hay nada más hermoso que las figuras. Figuras de pie que parecen como si quisieran echar a andar. Y tras ellas fondo, en el que se diría que podían entrar. Es difícil, querido. ¿Qué sabe de eso un tal como vuestro... bueno, como se llame, ese albañil de Creta con sus muñecos pintados?


—Me gustaría ver sus nuevos cuadros, Nicéforo —dijo Procopio.


El padre Nicéforo hizo un movimiento con la mano.


—¿Y para qué? ¡Si tenéis a vuestro Papanastasio! <<Tremendo artista>>, decís vosotros. Caramba, ¡por motivos de composición! Bien; si los muñecos de sus mosaicos son arte, entonces, no sé lo que es pintar. Tú, desde luego, eres un experto, Procopio. Seguramente tienes razón cuando dices que Papanastasio es un genio.


—Yo no he dicho eso, Nicéforo —protestó Procopio—. No he venido aquí para discutir con usted de arte, sino para protegerlo antes de que sea tarde.


—¿Contra Papanastasio? —preguntó vivamente Nicéforo.


—No, contra el emperador. ¡Si usted lo sabe! Su Majestad Constantino Copronimo quiere, bajo la presión de ciertos círculos eclesiásticos, prohibir la pintura de iconos. Dicen que es idolatría o algo parecido. ¡Una insensatez así, Nicéforo!


El abad cubrió sus ojos con sus mustios párpados.


—Ya he oído hablar de eso, Procopio —murmuró—. Pero todavía no hay nada concreto. No, todavía no es seguro.


—Precisamente por eso he venido a verle, padre —habló calurosamente Procopio—. Todo el mundo sabe que para el emperador es solamente una cuestión política. ¡Un diablo le importa a él eso de la idolatría! Pero quiere tener tranquilidad, y cuando por las calles va una gentuza, dirigida por sucios fanáticos, gritando <<fuera los idólatras>>, nuestro poderoso emperador piensa que es mejor complacer a esos mendigos harapientos. ¿Sabe que han borrado los frescos de la capilla del Amor de los Amores?


—Había oído hablar de ello —suspiró el abad con los ojos entornados—. ¡Qué pecado, Madre de Dios! ¡Unos frescos tan extraordinarios de la misma mano de Estefanides! ¿Recuerdas la figura de Santa Sofía, a la izquierda de Cristo bendiciendo? Procopio, aquélla era la figura de pie más hermosa que he visto en mi vida. Estefanides sí que era un maestro, hombre. ¡Para qué hablar!

Procopio se inclinó enérgicamente hacia el abad.


—Nicéforo, escrito está en la Ley de Moisés: No harás grabados ni cualquier otra clase de parábola de aquellas cosas que están en lo alto del cielo, ni de aquéllas que están aquí abajo en la tierra, ni de aquéllas que están en el agua bajo la tierra. Nicéforo, ¿tienen razón los que dicen que está prohibido por Dios el pintar cuadros y tallar estatuas?


El padre Nicéforo movió la cabeza, sin abrir los ojos siquiera.


—Procopio —suspiró al cabo de un momento—, el arte es tan santo como el oficio divino, porque... glorifica la obra de Dios y enseña a amarle —y con su pobre mano, hizo una cruz en el aire—. ¿Acaso no fue también un artista el Creador? ¿No modeló la figura del hombre del barro de la tierra? ¿No concedió a cada cosa sus rasgos característicos y colorido? ¡Y qué artista, Procopio! Nunca, nunca aprenderemos bastante de Él... Además, la ley era válida solamente para los tiempos bárbaros, cuando la gente todavía no sabía dibujar como es debido.


Procopio suspiró profundamente.


—Sabía, padre, que hablaría usted así —dijo respetuosamente—. Como sacerdote y como artista. Nicéforo, usted no permitirá que sea destruido el arte.


—¿Yo? —el abad abrió los ojos—. ¿qué puedo hacer yo, Procopio? Los tiempos son malos, el mundo culto se barbariza, llega gente de Creta y de quién sabe dónde... Es terrible, querido hijo, pero ¿cómo evitarlo?


—Nicéforo, si hablase usted con el emperador...


—No, no —dijo el padre Nicéforo—. El emperador no tiene ningún sentido del arte, Procopio. He oído decir que un día alabó los mosaicos de ese vuestro... bueno, como le llaméis.


—Papanastasio, padre.


—Sí, ése que hace esos monigotes mal pintados. El emperador no tiene idea de lo que es arte. Y Malvasia es, según mi opinión, un pintor igual de malo. Se comprende, escuela de Ravena. ¿Y lo ves?, sin embargo, le encargaron los mosaicos de la capilla de palacio. ¡No se puede hacer nada en la corte! Procopio, yo no puedo ir allí y pedir que permitan a cualquier Argirópulos u otro cualquiera como ése de Creta... Papanastasio, ¿no?, seguir estropeando las paredes.


—No se trata de eso, padre —dijo Procopio con paciencia—. Pero tenga usted en cuenta que si ganan los iconoclastas serás destruidas todas las obras de arte. Hasta vuestros iconos serán destruidos, Nicéforo.


El abad hizo un gesto con la mano:


—Eran muy flojos, Procopio —murmuró—. Antes no sabía yo dibujar. Dibujar figuras, señor, eso no se aprende tan fácilmente.


Procopio señaló con un dedo tembloroso la antigua figura del joven Baco, cubierta hasta la mitad por un rosal silvestre.


—Hasta esa figura será destruida —dijo.


—¡Qué pecado, qué pecado! —murmuró débilmente Nicéforo, abriendo sus ojos doloridos—. Nosotros le llamábamos a esa escultura San Juan Bautista, pero es un verdadero, un perfecto Baco. Horas y horas me paso mirándolo. Es como una plegaria, Procopio.


—Ya lo ve usted, Nicéforo. ¿Y tiene que ser destruida esa perfección divina? ¿Tienen que hacerla grava a martillazos algunos piojosos y alborotadores fanáticos?


El abad hizo un gesto con la mano:


—Usted es el único que puede salvar el arte, Nicéforo —trató de convencerle esforzadamente Procopio—. Su santa vida y su sabiduría le han hecho ganar un respeto inmensurable en la Iglesia; la Corte le aprecia en alto grado, será usted miembro del Gran Sínodo, que ha de decidir si los cuadros y las esculturas son solamente medios de la idolatría. Padre, ¡el destino del arte está en sus manos!


—Sobreestimas mi influencia, Procopio —suspiró el abad—. Esos fanáticos son fuertes y tienen tras ellos a la plebe... —Nicéforo guardó silencio—. ¿Dices que destruirán todos los cuadros y esculturas?


—Sí.


—¿Y destruirán también los mosaicos?


—Sí; los desharán a golpes en las bóvedas y esparcirán las piedrecillas por los estercoleros.


—¡No me digas! —exclamo interesado Nicéforo—. Entonces, también destruirán ese ángel Gabriel tan mal dibujado, de ése... ¿no?


—Seguramente.


—¡No estaría mal! —rió el abad—. Es un cuadro terriblemente malo, hombre. Nunca había visto algo tan deforme como ese monigote. Y a eso le llaman ¡motivos de composición! Yo te digo, Procopio, que un dibujo malo es un pecado y una blasfemia. Es contra Dios. ¿Y ante eso ha de arrodillarse la gente? ¡No, no! Lo cierto es que arrodillarse ante cuadros malos es, en realidad, idolatría. A mí no me extraña que a la gente la subleven estas cosas. Tienen toda la razón del mundo. La escuela de Creta es una herejía, y ese Papanastasio es un hereje peor que cualquier Ario. ¿Así que tú crees —volvió a decir de nuevo, animadamente—, que también destruirían ese mamarracho? Me traes buenas noticias, querido hijo. Me alegra que hayas venido —Nicéforo se levantó con dificultad, como queriendo significar que la entrevista había terminado—. Hace un hermoso tiempo, ¿verdad?


Procopio se levantó completamente deshecho.


—Nicéforo —dijo—, también destruirán otros cuadros. ¡Todo el arte será quemado y destruido!


—Bueno, bueno... —dijo el abad conciliador—. Será lástima, una gran lástima... Pero si queremos librar al mundo de los malos dibujos, no hemos de fijarnos demasiado en unas cuantas injusticias. Con tal de que la gente no se arrodille ya ante ese mamarracho que hizo vuestro... bueno, ése...


—Papanastasio.


—Sí, ése. Una miserable escuela de pintura la de Creta, Procopio. Estoy contento de que me hayas llamado la atención sobre el Sínodo. Estaré allí, Procopio, estaré allí aunque tuvieran que llevarme en brazos. Hasta la muerte no me perdonaría el no estar presente en una cosa así. Con tal de que destrocen ese arcángel Gabriel —se rió Nicéforo con sus mejillas enjutas—. ¡Dios te guarde, hijo! —dijo levantándose y extendiendo su mano sarmentosa para bendecir.


—Dios le guarde, Nicéforo —suspiró desesperado Procopio.


El abad Nicéforo se alejó moviendo pensativo la cabeza.


—Mala escuela es la de Creta —murmuró—. Ya es hora de que se le paren los pies. ¡Ay, Dios mío! ¡Qué herejía ese Papanastasio... y Papadianos...! Eso no son figuras, sino ídolos, malditos ídolos —gritaba Nicéforo moviendo sus martirizadas manos—. ¡Ídolos... ídolos... ídolos...!

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