miércoles, julio 09, 2008

Injurias

Después de un juicio escasamente publicitado —y que pcbcarp cubrió parcialmente para los lectores de su Barra Virtual—, hará alrededor de un mes que condenaron finalmente a Federico Jiménez Losantos por injurias contra Alberto Gallardón, alcalde de Madrid.

En lo personal, aprobé la decisión de la juez encargada del proceso. El director del periódico El Mundo, Pedro J. Ramírez, había salido en defensa del acusado afirmando que lo protegía su derecho a la libertad de expresión, argumento irrefutable si alguien estuviera tratando de silenciar a Losantos. De lo que se trataba el juicio, en todo caso, era de delucidar si el periodista había abusado o no de ese derecho, tan traído y llevado en estos días. Y es que la libertad de expresión no debería servir como pretexto para no hacernos responsables de nuestras palabras ni debería impedir que la otra parte pueda responder a su vez, ya sea con otras declaraciones o poniendo el asunto en manos de la justicia. A fin de cuentas, a toda acción le corresponde una reacción, que es la tercera ley de Newton, y los ataques de Losantos, que el interesado probablemente podrá encontrar en la red sin demasiado esfuerzo, eran, además de irrespetuosos, mediocres, bastos y absolutamente desprovistos de estilo. Y eso sí que es imperdonable.

Es obvio que Jiménez Losantos, por más que algunos ensalzen su talento, no domina el arte delicado del terrorismo verbal. Ignoro el por qué, aunque cabría suponer que le falte o la inteligencia o la destreza verbal para producir una injuria que resulte memorable por algo que no sea su zafiedad o su bajeza. Habrá quien quiera justificarlo arguyendo que el tema que le ocupa es tan importante y le apasiona tanto que no puede detenerse a reparar en cuestiones de estilo, sino que sólo se preocupa por la sinceridad de lo que dice. Pero eso es sólo una excusa porque la sinceridad no es necesariamente una virtud en sí misma dado que uno puede, por ejemplo, decir sinceramente algo que no es cierto; además, cualquiera que trabaje con la palabra sabe que el contenido del mensaje y su forma son una sola cosa y que descuidar cualquiera de las dos es descuidar la totalidad. Como ya señaló Oscar Wilde: "In all unimportant matters, style, not sincerity, is the essential. In all important matters, style, not sincerity, is the essential". Pero igual no debería mostrarme demasiado duro con él, ya que a día de hoy son pocos los que todavía consiguen practicar el terrorismo verbal con algo de elegancia. Bastaría con repasar apresuradamente algunos de los mejores momentos de Jorge Luis Borges, un maestro del insulto elegante, para ver qué bajo hemos caído.

Borges, en Historia de la eternidad, incluyó una nota titulada "Arte de injuriar" donde analizaba someramente algunos de los procedimientos más comunes en este tipo de empresa. No me extenderé resumiendo el contenido de ese texto ya que lo supongo conocido. En cualquier caso, señala lo convencional del género y cómo depende de los juegos con la sintaxis, la caridad falsa, las concesiones traicioneras, la selección cuidadosa de los verbos y el acercar palabras cuya convivencia habitualmente no consideramos. Así, se puede hablar de "despachar un soneto" o "expender una novela", así, en más de una ocasión Borges habló de "infligir un manuscrito" para referirse al hecho de dar a leer un texto a alguien para recibir su opinión. También incluyó algunos insultos que encontraba memorables. Sirvan para botón de muestra este de Groussac:
Sentiríamos que la circunstancia de haberse puesto en venta el alegato del doctor Piñero, fuera un obstáculo serio para su difusión, y que este sazonado fruto de un año y medio de vagar diplomático se limitara a causar 'impresión' en la casa de Coni. Tal no sucederá, Dios mediante, y al menos en cuanto penda de nosotros, no se cumplirá tan melancólico destino.
O este otro, de Vargas Vila, que califica como la injuria más espléndida que ha conocido: "Los dioses no consintieron que Santos Chocano deshonrara al patíbulo, muriendo en él. Ahí está vivo, después de haber fatigado la infamia". A la perfección de esta sentencia se le suma el goce añadido de que, antes de pasar a citarla, Borges apunte que la considera el único roce de su autor con la literatura.

Acaso el ataque más conocido de Borges sea el que dedica a Américo Castro en su ensayo "Las alarmas del doctor Américo Castro", que aparece en su libro Otras inquisiciones. Es un ataque feroz y el texto está lleno de momentos felices. Personalmente, siempre he sonreido cuando acusa a su víctima de ser "más versátil en el error", o ante este otro, que es un excelente ejemplo de falsa caridad y maestría sintáctica: "Para demostrar la primera tesis —la corrupción del idioma español en el Plata—, el doctor apela a un procedimiento que debemos calificar de sofístico, para no poner en duda su inteligencia; de candoroso, para no dudar de su probidad".

La obra de Borges, incluso en textos desprovistos de importancia, está llena de estas felicidades, verbigracia, este "panegírico turbio"
con que da inicio a un brevísimo ensayo biográfico sobre Romain Rolland incluido en Textos cautivos:

La gloria de Romain Rolland parece muy firme. En la República Argentina lo suelen admirar los admiradores de Joaquín V. González; en el Mar Caribe, los de Martí; en Norteamérica, los de Hendrik Willem Van Loon. En Francia misma no le faltará jamás el apoyo de Bélgica y de Suiza.
Sin embargo, el mejor texto que conozco de Borges en este cuasi-género de la injuria literaria es una reseña sin importancia que aparece incluida en el segundo tomo de Textos recobrados, que cubre el período que va de 1931 a 1955, y con la que quiero cerrar este comentario. A pesar de su intrascendencia es una joya de terrorismo verbal y un verdadero goce.

Arturo C. Schianca

HISTORIA DE LA MÚSICA ARGENTINA
El señor Schianca (Arturo C.) habla con alguna emoción de los archivos que ha interrogado para la composición de este libro, pero no declara que esos archivos son de un carácter tan selecto que rayan en lo mínimo y en lo portátil. Casi puede afirmarse que se reducen al "Cancionero bonaerense", de Ventura R. Lynch: citado cuatro veces por él y silenciosamente repetido unas siete u ocho, con una exactitud ejemplar. Ese libro de Lynch, inicialmente publicado el año 1883 y reimpreso más tarde por nuestra Facultad de Filosofía y Letras, es el demonio familiar del señor Arturo C. Schianca, el secreto Ángel de su Guarda. Tres cuartas partes de su vida afirma el señor Schianca que ha consagrado a la preparación de su historia, o —sustituyendo por cantidades iguales— a la lectura del folleto de Lynch. Hay casos de lectores con más apuro.

A veces la modestia del historiador busca otros asilos. Su capítulo sobre las danzas españolas recoge descripciones de diccionario
—y no de diccionario musical. Otras, copia los párrafos del libro "Nuestra primera música instrumental" del padre Granón, con la debida autorización eclesiástica. Otras se acuerda rápidamente de Juan Alvarez, de Jorge R. Furt o de Gómez Carrillo —siempre con la omisión de esos nombres propios. Con todo, sería injusto suponer que esos devaneos logran distraerlo por mucho tiempo de su pasión central: el "Cancionero bonaerense", de Lynch. Algunos juzgarán que es censurable la omisión de las comillas, pero en el tutelar folleto de Lynch tampoco figuran, y el señor Schianca es demasiado respetuoso para agregarlas. Además, ese flequillo tipográfico no es tan encantador. Las raras veces que se resuelve a usarlo, sus transcripciones carecen de exactitud.

Sin embargo, sería aventurado suponer que el señor Arturo C. Schianca ha sido excluido totalmente del libro que aparece bajo su nombre. Le corresponden algunas impresiones de bailes y alguna anécdota. Deploro delatar estas infracciones a una modestia que adivino congénita, pero mi probidad de crítico me obliga a tan desagradable denuncia.

Ese ligero ataque de originalidad, casi indecoroso y obsceno en un historiador tan puntual, puede remediarse debidamente en una segunda edición. Sólo se trata de omitir esos párrafos anormales y reemplazarlos por otros de Don Vicente Rossi o del finado Don Ventura R. Lynch. Los restos disponibles de este último no han de ser muy copiosos, pero la unidad de la obra saldrá ganando.

Crítica, Revista Multicolor de los Sábados, Buenos Aires, Año 1, No. 9, 7 de octubre de 1933.
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