miércoles, julio 30, 2008

Atila

Karel Ĉapek

Por la mañana llegó un mensajero del lindero del bosque con la noticia de que, hacia el sudeste, se había visto al anochecer un resplandor rojizo. Aquel día había caído de nuevo una llovizna fría, los troncos, mojados, no quería arder; tres personas del grupo escondido en la hondonada murieron de disentería. Porque ya no había que comer, se marcharon dos hombres en busca de los pastores de los linderos del bosque. Volvieron al anochecer, mojados y terriblemente extenuados. Con dificultad lograron decir que la situación era mala; las ovejas se morían y las vacas se hinchaban. Los pastores se les habían venido encima con cachiporras y cuchillos, cuando uno de ellos quiso llevarse un becerrito que les había confiado antes de marcharse al bosque.


—Recemos —dijo el cura, que sufría de disentería—. Dios se apiadará de nosotros.


Kriste eleison —clamó en voz alta todo el abatido grupo. En aquel instante estalló una ruidosa discusión entre las mujeres por unos trapos de lana.


—¡Otra vez esas malditas abuelas! —gritó el alcalde y fue a sacudirlas con el látigo. Así disminuyó la tensión inusitada y los hombres empezaron a sentirse, de nuevo, hombres.


—Aquí no llegarán esos yegüeros —dijo uno de barbas—. ¡Qué va! A esta hondonada y bajo estos arbustos.... Dicen que tienen caballos pequeños y enjutos como cabras.


—Yo diría —objetó cierto hombrecito excitado—, que debíamos habernos quedado en la ciudad. Pagamos una cantidad tan enorme por las murallas. Por ese dinero podrían haberse hecho murallas imponentes, ¿no es eso?


—Claro —sonrió un bachiller tuberculoso—. Por ese dinero podrían ser murallas de mazapán. Ve a darles un mordisco... Mucha gente se hartó con ellas, quizás haya quedado algo para ti.


El alcalde resopló amenazador. Aquella conversación no era de las más apropiadas para el momento.


—Yo diría —continuó con su idea el excitado ciudadano—, que la caballería contra murallas así... La cosa era no dejarles entrar en la ciudad; y podíamos ahora estar a salvo.


—Pues vuélvete a la ciudad y métete en la cama —le aconsejó el hombre de las barbas.


—¿Qué iba a hacer allí yo solo? —objetó el excitado hombrecito—. Lo único que digo es que debíamos habernos quedado en la ciudad y habernos defendido. Después de todo, tengo derecho a opinar y a decir que se cometió un error, ¿no? ¡Tanto costaron esas murallas, y luego se dice que no sirven para nada! ¡Háganme el favor!


—Sea como sea —dijo el cura—, debemos confiar en la ayuda de Dios, hijitos. ¡Si ese Atila es solamente un pagano!


—¡El azote de Dios! —se oyó decir al monje sacudido por escalofríos—. ¡Castigo de Dios!


Los hombres, disgustados, callaron. Aquel monje fogoso siempre estaba dispuesto a predicar y, después de todo, ni siquiera pertenecía al Municipio. “¿Para qué tenemos a nuestro propio cura? —pensaron los hombres—. Ese es nuestro, está de nuestra parte y no maldice tanto contra nuestros pecados. Como si, después de todo, pecáramos tanto” —meditaban amargados.


La lluvia había cesado, pero todavía las pesadas gotas resbalaban de las copas de los árboles.


—Dios mío, Dios mío —se quejó el cura que sufría por su enfermedad.


Al anochecer los centinelas trajeron a un agotado fugitivo; decían que era un fugitivo del Este, del territorio invadido.


El alcalde, envanecido, empezó a interrogar al fugitivo. Tenía, desde luego, la opinión de que un asunto oficial de esa clase, debía tratarse con la mayor severidad.


—Sí —dijo el jovencito—. Los hunos están solamente a unas once millas de aquí y siguen avanzando, aunque despacio.


Ocuparon su ciudad y los vio. No, a Atila no lo había visto, sino a otro general, uno gordote. ¿Que si habían quemado la ciudad? No, no la quemaron. Aquel general había lanzado una proclama diciendo que la población civil no sufriría daño alguno si la ciudad daba bebida y provisiones y no sé cuántas cosas más. Y que la población debía abstenerse de toda clase de manifestaciones hostiles contra los hunos o, en caso contrario, se tomarían las más severas medidas y represalias.


—¡Pero si esos paganos asesinas a las mujeres y a los niños! —afirmó con seguridad el hombre de las barbas.


El jovencito decía que no. En su ciudad, no. Él mismo había estado escondido entre el heno, pero cuando su madre le dijo que se contaba que los hunos se llevaban a los hombres jóvenes para conducir los rebaños, huyó por la noche. Eso era todo lo que sabía.


Los hombres no estaban satisfechos.


—Es cosa sabida —declaró uno— que cortan de un tajo las manos a los niños de pecho, y lo que hacen con las mujeres no se puede ni contar.


—Yo de esas cosas no he oído nada —dijo el jovencito como disculpándose.


Por lo menos, en su pueblo no había ocurrido nada tan terrible. ¿Y qué cuántos eran esos hunos? Alrededor de unos doscientos; más no.


—¡Mientes! —gritó el de las barbas—. Todo el mundo sabe que hay más de quinientos mil. Y a donde van, asesinan a todos o los arrojan de allí.


—Cierran a la gente en los graneros y los queman —dijo otro.


—Y a los niños los atraviesan con sus lanzas —añadió un tercero excitado.


—Y los asan al fuego —continuó un cuarto sorbiéndose el moco—. ¡Paganos malditos!


—¡Dios, Dios! —gimió el cura—. Dios, ten compasión de nosotros.


—Tú me pareces muy raro —dijo el de las barbas al jovencito, con desconfianza—. ¿Cómo puedes decir que has visto a los hunos, si estabas escondido en el heno?


—Mi madre los ha visto —tartamudeó el jovencito—, y me llevaba la comida al porche.


—¡Mientes! —retronó el de las barbas—. Sabemos muy bien que allá donde llegan los hunos, arramblan con todo y lo dejan como si hubiera pasado la langosta. Ni una hoja en los árboles queda después de su paso, ¿comprendes?


—¡Dios de los cielos, Dios de los cielos! —empezó a gemir histéricamente el excitado ciudadano—. ¿Y por qué, por qué ocurre esto? ¿Quién ha tenido la culpa de ello? ¿Quién les ha dejado llegar hasta aquí? Tanto hemos pagado por el ejército... ¡Dios de los cielos!


—¿Que quién los ha dejado entrar hasta aquí? —respondió burlón el estudiante—. ¿Tú no lo sabes? Pregúntale al emperador de Bizancio quién llamó a esos monos amarillos. Caramba, como si hoy no supiera ya todo el mundo quién paga el traslado de las naciones. A eso se le llama alta política, ¿sabes?


El alcalde lanzó un solemne resoplido.


—Eso que decís son tonterías. La cosa es completamente diferente. Esos hunos se morían de hambre en su país, ¡canalla holgazana! Trabajar no saben, civilización no tienen ninguna, y se quieren hartar... Por eso han venido hasta aquí, para podernos... eso, arrebatar... los frutos de nuestro trabajo. Solamente a robar y a repartirse el botín, y otra vez hacia delante, ¡inútiles!


—Son unos paganos ignorantes —dijo el cura—. Salvajes e irracionales. Nuestro Señor quiere así probar nuestra fe. Recemos y demos gracias y todo volverá de nuevo a la normalidad.


—¡El azote de Dios! —comenzó a predicar excitado el fogoso monje—. Dios os castiga por vuestros pecados, Dios es el que envía a los hunos y os aniquilará como a Sodoma. Por vuestras fornicaciones y maldiciones, por la dureza e impiedad de vuestros corazones, por vuestra avaricia y gula, por vuestro culpable bienestar y vuestro dinero. Dios os repudió y os entregó en manos del enemigo.


El alcalde gruño amenazador.


—Cuidado con el hocico, Dómine, que aquí no está en la iglesia, ¿estamos? Han venido a hincharse las panzas y nada más. Son unos gandules, pordioseros y miserables.


—Política es esto —continuó con su idea el bachiller—. Veo bien la mano de Bizancio.


—¡Nada de Bizancio! Eso lo hicieron los caldereros y nadie más. Hace tres años que estuvo aquí un calderero ambulante y, precisamente, tenía un caballo pequeño y seco como los que llevan los hunos.


—¿Y qué tiene que ver eso? —preguntó el alcalde.


—Esta muy claro —gritó el hombre negruzco—. Aquellos caldereros iba delante para ver lo que había que robar en cada parte... ¡Eran espías! Todo esto lo prepararon los caldereros. ¿Qué buscaban aquí? ¿Qué, qué? ¿Para qué venían si en la ciudad había estañeros establecidos? Para estropear el oficio y espiar. En su vida fueron a la iglesia... hacían brujerías... echaban mal de ojo al ganado... ¡hasta rameras llevaban consigo! ¡Todo lo hicieron los caldereros!


—Algo hay de verdad en eso —consideró el de las barbas—. Los caldereros son gente rara. Dicen que hasta comen la carne cruda.


—Una banda de ladrones —confirmó el alcalde—. Roban las gallinas y todo lo que pueden.


El estañero se ahogaba de justa indignación.


—¡Ya lo veis! Se dice que Atila y, mientras tanto, son los caldereros. ¡De todo, de todo tienen esos malditos la culpa! Nos embrujaron el ganado, nos enviaron la disentería. ¡Todo lo hicieron los caldereros! Debíais haberlos colgado en cuanto se presentaban. ¿Acaso no sabéis... no habéis oído hablar de las calderas del infierno? ¿Y no habéis oído decir que esos hunos se acompañan en sus marchas con golpes en las calderas? Hasta un niño ha de comprender la relación existente. Esos caldereros son los que han traído la guerra... los caldereros son los culpables de todo. Y tú —gritó con la boca llena de espuma, señalando al jovencito forastero—, tú eres también un calderero, estás acuerdo con los espías y caldereros. Por eso has venido... Querías aturdirnos con tus historias, ¡calderero!, querías traicionarnos.


—¡Que lo cuelguen! —silbó el excitado hombrecito.


—Esperad, vecinos —tronó la voz del alcalde sobre el tumulto—. Eso hay que investigarlo bien. ¡Silencio!


—¿Para qué tantos romances? —gritó alguien.


Empezaron a alterarse hasta las mujeres.



Aquella noche resplandeció el Noroeste como una inundación de fuego. Lloviznaba... Cinco personas del grupo murieron de disentería y catarro.


Al jovencito lo colgaron después de un largo martirio.
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